Admiramos el mar
con sus tonos azulados,
grises, de blanco juguetón
y negro enfurecido.
Nos complacemos
en esa óptica mañanera
y vespertina, única siempre,
que nos lleva
a la paz, al equilibrio,
sin esperar nada,
en el sosiego del vacío
que todo lo llena.
La existencia ideal
aparece cuando estamos preparados.
Por eso conviene entrenar
no tanto para la ver
sino para saber otear
lo que nos regale el destino,
tan caprichoso.
Nos admiramos
con intenciones generosas,
aquí, en el sitio justo
que nos previene
ante la posibilidad real
de quedarnos por siempre,
seamos de donde seamos.
El mar, nuestro mar,
es así,
atrayente hasta más no poder.
Nos pegaremos irremisiblemente a él
por mucho que estemos avisados.
Es posible que, por estarlo,
sea aún mucho peor,
mejor al fin y al cabo,
pues nos brinda el paraíso.
Empezamos por el azar
que nos vincula a la sorpresa,
y luego la admiración.
¡No saldremos de ella!
Juan Tomás Frutos.
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