Él siempre amanecía con los primeros rayos del alba, durante ese lapso de tiempo en el que ella permanecía dormida a su lado, le gustaba observarla con detenimiento.
Se había convertido en un rito, siempre seguía los mismos pasos. Primero contaba los lunares, se aseguraba de que cada uno siguiera dónde lo había dejado la mañana anterior. Con mimo, seguía con su mirada el suave contorno de sus curvas, si hubiera tenido escuadra y cartabón, hubiera medido cada ángulo con rigor.
Después contaba sus canas, cuando se fueron a vivir juntos solo tenía una, después de innumerables primaveras, el gris había inundado su cabellera hasta tal punto que hoy, contaba los pelos que quedaban con su color original.
Escrutaba con su mirada, sin rozarle, como el que admira una obra de arte en un museo. Oír el leve suspiro que generaba su respiración le relajaba.
A medida que el sol iba tomando posición, mientras los rayos ascendían, se iba descubriendo el cuerpo de ella con una plácida iluminación. Su piel seguía teniendo el mismo brillo que resplandecía cuando era joven y vigorosa.
El tiempo no había sido demasiado estricto con sus rasgos, conservaba prácticamente impolutos las características que la hacían única. Nunca supo si era fruto de su cariño que sus ojos siempre la viesen como el día que la conoció, cuando tenían veinte años.
Lo recordaba con nostalgia, sabedor de que aquella época nunca volvería. Sus manos ya estaban marchitas y su cuerpo cansado. Lo único que había rejuvenecido con el paso de los años había sido su corazón.
Un amor que se había regado incesantemente durante décadas, un árbol que ya estaba marchito pero que durante años había dado el preciado fruto de la pasión.
Hoy, le generaba más cariño que pasión. Más compañía que soledad y más alegrías que tristezas.
Imaginarse el mundo sin ella, era como viajar al infierno, si este existiera, sería un mundo en el que, sabiendo de su presencia en la tierra, sus caminos nunca se cruzaran.
Pero eso nunca sucedió, ahora estaba a su lado, disfrutando de cada segundo de vida que le quedaba, inhalando su perfume natural, ese que cuando se colaba por sus fosas nasales hacía que el corazón se disparará.
Aunque esta vez era diferente, notaba como su espíritu luchaba por salir de su cuerpo maltrecho. El llevaba meses luchando contra la muerte a fuerza de corazón, dejarla sola era una promesa que no quería romper, pero librar esa batalla estaba consumiendo las pocas fuerzas que le quedaban.
Así, que por una vez decidió romper sus reglas y elevo la mano hasta rozarle la cara, quería sentir por última vez el suave tacto de su piel, ver el reflejo de sus ojos y si daba tiempo, que sus oídos se deleitasen por última vez con su cálida voz.
-Buenos días Princesa.
Ella abrió los ojos suavemente, y en cuanto lo vio, una sonrisa se esbozó en su rostro.
-Hola Guapo.
- Solo quería despedirme de ti aquí en la intimidad de nuestro rincón. Antes de irme quería ver tus ojos y oír tu voz.
Las lágrimas de ella comenzaban a brotar, se había quedado muda al saber en la situación que se encontraban. El, con un hilo de voz casi inaudible, dijo sus últimas palabras:
-Solo puedo darte las gracias por una vida llena de cariño y amor. Te acompañaré allá donde vayas, y te esperare cuando llegue el momento… lo único, nunca olvides que te quise, te quiero y te querré para siempre.
Y mientras su voz se apagaba, sus ojos se cerraban lentamente a la vez que el sol se posaba imponente iluminando por completo la cama y sus rostros.
Ella, con un rostro que reflejaba el dolor de la situación, se ilusionó al ver que en el momento que su corazón dejó de latir un pájaro empezó a cantar como si quisiera seguir el ritmo del corazón que acababa de parar.
Aquel detalle le hizo saber que él nunca rompería su promesa y nunca la abandonaría.
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