Misa de ocho

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- ¡Qué linda!
Con esas palabras y una sonrisa que lo iluminaba, me saludó en cuanto subí a su auto. Siguieron un beso, dos, tres y nuevamente su cara llena de genuina felicidad. 
- Tanta risa te doy, pregunté.
- No me das risa. Me pones contento, respondió.
Llevábamos varias semanas sin vernos. Entre sus consultas, las cirugías, reuniones, el tenis, su nuevo departamento y su hija -viviendo por un tiempo con él-, quedaba poco para mí. 

Él propuso ir a un café y yo solo quería robárselo a la vida unas horas. No tenía ganas de compartirlo con otras miradas, de estar atenta a los que entraban y salían, de buscar conocidos ni de pensar en las excusas que tendría que inventar. Cambié el plan y nos fuimos a una plaza. La gente salía de la misa de ocho y nosotros nos abrazábamos sentados en una banca. Nos poníamos al día con nuestras tan diferentes existencias, nos tomábamos las manos y nos besábamos. Hacía mucho frío, pero daba lo mismo, era la primera vez que estábamos juntos fuera de su cama y en un lugar público distinto de un restaurante.
Empezamos a vernos pocas semanas después de su última separación. Tres matrimonios parece mucho para una sola vida, pero eso no me asustaba. Tampoco las advertencias que me hicieron quiénes lo conocían. Mi corazón me decía otra cosa y mi piel, mi piel lo amó desde la segunda vez que compartimos sus sábanas.
“Te tengo que cuidar”, dijo esa noche mientras nos alejábamos de la plaza. Pensé que eso significaba que no nos tenían que ver juntos, que debíamos ser más precavidos en nuestros encuentros, pero en mitad de la calle se detuvo, tomó mi cara con sus dos manos, sacó cuidadosamente mi desordenado pelo hacia el lado y me besó larga y apasionadamente. 

Llegué a mi casa sintiendo que tenía 20 años menos. Mi corazón latía fuerte y mis ojos estaban húmedos de emoción. Amaba a ese hombre 13 años mayor y no podía decírselo. Tomé mi celular y le escribí: "Ha sido el mejor día, del mejor mes de mayo, del mejor otoño, de mis últimos años". Y todavía lo es.


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