Las calles están vacías. Un sirimiri perfora sin romper el potente haz de luz que desprenden las farolas, al igual que lo hará con la de los faros de los pocos vehículos que circulan por las desiertas lenguas de asfalto de la ciudad.
Esa lluvia fina y persistente moja mi rostro, lo acaricia con tibia humedad, como diciéndome 'siénteme, humano; estoy tan viva como tú'. Camino con las manos resguardadas en mi gabardina, con pasos lentos, no hay prisa. Disfruto del paseo bajo la lluvia como lo haría un pequeño pisando reiteradamente los charcos que se encuentra por el camino, sin dejar pasar ni uno, porque el que deje intacto está alterando su mundo perfecto: ningún agua remansada debe permanecer en ese estado indefinidamente. Ley física que pudiera haber pronunciado Arquímedes, Aristóteles, Anaximandro o cualquier otro pensador clásico y que, aún no habiendo sido pronunciada o dictada, permanece innata e intacta en el subconsciente de nuestra infancia.
No estoy perdido, ni mucho menos. Sé perfectamente hacia donde me dirijo y el itinerario a seguir. Conozco bien la ciudad. Podría casi cerrar los ojos y dejarme llevar por mi intuición, esa que se arrogan toda para ellas las mujeres. El muro que me ha acompañado todo el camino muere a manos de una puerta de hierro, cargada de lanzas mortales, que colinda con un edificio. Mi vista ha gozado de los graffitis dejados por manos artistas para una posteridad breve, la que dure la persistencia del muro. Expresivas caras; manos que parecen querer salir del muro para asirte y no soltarte; engendros robóticos en un mundo perdido o, quizá, posible dentro de un milenio en este mismo planeta,... todo con un colorido que te inunda, te desborda y te hace lamentar que, algún día, todo desaparezca por la misma acción del hombre.
Llego al puente. Por debajo, el río circula con una cierta mansedumbre. Observo el agua correr y quiero hacerlo con ella, participar en su búsqueda del mar, donde finalmente también morirá. Yo lo habré hecho antes.
François
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