En un lugar de la Mancha

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En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Aunque debería decir, en honor a la verdad que, más que no querer recordar el nombre del lugar, prefiero omitirlo por respeto hacia sus habitantes, los cuales se convirtieron en simples víctimas de las fechorías del hidalgo en el tiempo que residió allí. Por tanto, mencionar su nombre sería descalificarlos injustamente. Dicen que terminó marchando de allí en busca de aventuras, acompañado por un fiel escudero, pero eso es otra historia.

Se decía de él que causó graves quebrantos a la hacienda del reino de España; que propuso la realización de obras públicas en las que aportaría gran parte de sus recursos económicos conseguidos en otros tiempos en campañas allende los mares, a cambio de una contraprestación económica por su uso, algo así como los derechos de pontazgo, portazgo, usufructo, u otros similares de la época.

Visité el lugar para realizar un exhaustivo estudio de las maquinaciones que tuvieron lugar en aquella época, urdidas por el antedicho hidalgo del que, asimismo, omitiré su nombre, en esta ocasión por respeto a sus descendientes, pero que para referencias futuras lo llamaremos simplemente Q.

Del estudio realizado, que no voy a reproducir aquí por el volumen del mismo y su tecnicidad, reseñaré algunas de las actuaciones realizadas ya sean por su resonancia o repercusión futuras, por lo disparatado de ellas o por alguna otra jocosa razón.

Empezaré por una de las iniciativas, la primera que aparece registrada en los libros, que consistió en la proposición de levantamiento de una muralla alrededor de la que ya existía protegiendo la ciudad. Una doble muralla era una locura si la función de protección ya estaba preservada con la primera, pero Q argumentaba que esa muralla no resistiría los ataques de un, hipotético, ejército del que había oído en sus numerosas campañas que era implacable y sangriento.

Como gozaba de buena reputación, finalmente se acordó el levantamiento de dicha muralla, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del coste sería asumido por Q. Sin embargo, las obras de construcción comenzaron sin que este soltase un céntimo porque su dinero “venía de camino”. Su patrimonio estaba fuera de España y vendría por barco, lo que retrasaba la necesaria financiación de su parte. En último término solo aportó una mínima parte, porque “su barco había sido saqueado” y solo podía dar lo que tenía en ese momento, hasta que una nueva expedición trajera lo expoliado.

No obstante, el derecho de portazgo comenzó a cobrarlo como si realmente hubiera corrido con gran parte del coste. La deuda se le estuvo exigiendo unos años, hasta que cayó en el olvido por la acometida de nuevas obras y, como puede suponerse, la aparición de otras deudas.

El castillo necesitaba reforzarse. Sus almenas estaban medio derruidas. Su portón de entrada podía echarse abajo, a poco que se empujara con un tronco de árbol. El temido ejército había entrado en España, se lo habían comunicado sus emisarios. La obra se calificó de urgente y, por supuesto, el dinero no vino de sus manos. Pasados unos meses, no apareció ni el ejército ni el dinero. En esta ocasión, el barco, lamentablemente, se había hundido en un temporal en el cabo Finisterre. Q simuló caer en una profunda tristeza y se quedó excesivamente delgado. Empezó a conocérsele por el Caballero de la Triste Figura. Su caballo quedó igualmente famélico, ni siquiera montaba ya en él por temor a que se derrumbara y no se levantara más.

En esta ocasión, el cobro de derechos se tradujo en una ocupación real del castillo, relegando a un segundo plano a los ocupantes por derecho propio, conde y condesa. Ni que decir tiene que esa ocupación lo era con todas sus consecuencias: protección, sirvientes, reconocimiento social,...

Pero su cabeza seguía funcionando. ¿Qué nuevo engaño podía tramar que le siguiera proporcionando beneficios? La amenaza del ejército seguía viva y el condado no disponía de efectivos suficientes para hacer frente. Por tanto, la solución pasaba porque él se hiciera cargo de formar uno y, en este caso, por excepción, el dinero forzosamente tenía que venir del reino ya que Q no conseguía beneficios directos por cobro de derecho alguno. Así pues, siguió enriqueciéndose.

¿Y el ejército que la hacienda del reino le había pagado religiosamente? Sencillamente estaba de camino, pero esta vez no vendría por barco. No habría nueva calamidad soportable. Venían por tierra y estaría allí en menos de un mes. Según había oído, el sanguinario ejército invasor se encontraba arrebatando tierras en el norte de España, por lo que el tiempo que emplearían en llegar hasta el lugar sería de, al menos, calculaba Q, unos tres meses tirando por lo bajo, ya que debían conquistar otros territorios por el camino.

Entonces se recordaron sus deudas anteriores. Jamás llegaron sus prometidos dineros ni por barco ni por tierra. Había llegado el momento de emigrar, pero dignamente. Él mismo se encargaría de ir en busca de sus riquezas y volvería para satisfacer todas sus deudas. Tan solo le acompañaría un lugareño, conocido como Sancho Panza.


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