Sus ojos de plata divisaron el objetivo. Se encontraba a cierta distancia, pero era fácilmente detectable a causa de su olor. Emanaba cierto hedor a podredumbre que le era familiar. Él era la presa.
El hombre caminaba en su dirección, junto a sus compañeros de trabajo, charlando, seguramente acerca de cómo les había ido el día, o de cuántas copas iban a tomar esa noche.
Llevaba cazando a estas bestias desde hacía tantos años que era incapaz de recordarlos, y siempre la sorprendían de nuevo por su gran capacidad de adaptación y de camuflarse en cualquier entorno. Sentía, en cierta manera, una envidia que la reconcomía por dentro cada vez que veía reír a quienes lo acompañaban, o cada vez que abrazaba del hombro al compañero de al lado. ¿Por qué ella tenía que apartarse de todos y conformarse con las solitarias sombras? Nunca había tenido siquiera un amigo, nunca había conocido lo que era la amistad, o tal vez el amor. Y tampoco podría hacerlo.
Con rapidez, se acomodó la capucha para no dejar ver su rostro y se apoyó contra el muro que tenía tras ella. El grupo se encontraba a apenas unos metros de la esquina donde había decidido apostarse para vigilar. Pasaron frente a ella, animados, hablando a voces, ignorándola.
Cual sombra, se colocó tras ellos y comenzó a seguirlos, sigilosa, sin hacerse notar, caminando al ritmo del grupo y parando cuando ellos lo hacían. Trató de colocarse en una posición más cercana a su objetivo, pero le era imposible, los demás no dejaban de moverse de un lado al otro, sin permitirle ningún tipo de acercamiento. Tras varios intentos, decidió esperar a tener otra oportunidad. Fue reduciendo el ritmo de sus pasos hasta separarse la distancia que ella consideró adecuada, pero no dejó de seguirlos, aunque ahora con una separación mayor.
En el trayecto no quitó ojo a su objetivo, y, no estaba segura de ello, pero creía que él la había visto, o al menos mirado en su dirección. ¿Desde cuándo tenían la capacidad suficiente para detectarla? La miró de nuevo. Ahora estaba completamente convencida: él estaba al tanto de su presencia.
Bajó la mirada, como siempre había hecho, para no dejarlo ver sus ojos, pero estaba en lo cierto, había tratado de mirarla directamente a la cara. ¿Y por qué no se va si sabe que lo estoy siguiendo? Frunció el ceño con amargura. No. Si supiera que estoy aquí huiría. Lo habré imaginado… Se dijo a sí misma tratando de convencerse, aunque no sirvió de mucho.
El grupo de hombres al fin llegó a su destino: el bar de copas al que iban cada semana. Fueron accediendo al local de uno en uno, ella esperaba, ansiosa, para entrar tras ellos, pero, cuando todos desaparecieron por la puerta se dio cuenta de que él no se había movido. Estaba ahí, quieto, de espaldas a ella.
¿Qué está haciendo?
Se acercó, como siempre con sigilo, se colocó tras el objetivo, pero éste seguía inmóvil. Con rapidez, sacó una fina daga de obsidiana y, cuando fue a asestar la puñalada, él habló.
—¿Y así lo vas a hacer?, ¿sin siquiera dejarme verte?
Sintió una fuerte punzada en el pecho. ¿Pero qué le pasaba a ese hombre?
Se hizo el silencio tras sus palabras.
—Al menos déjame saber el nombre de quién va a quitarme la vida.
—Tú no tienes vida… —respondió ella, temblando de rabia al oír aquellas palabras.
—¿Eso crees? —Se encogió de hombros —. Tal vez tengas razón.
—¡¿Tal vez?! —exclamó, dejándose llevar por la ira—. Matas a gente para seguir vivo, les robas su tiempo de vida para poder seguir moviendo ese cadáver al que llamas cuerpo. Así que no, no tienes vida —Él no respondió —. No eres más que un parásito.
Hundió la daga tan profundo como pudo, entre las costillas, invadida por toda la rabia acumulada que sentía. Él aguantó la compostura y se giró hacia ella, con un oscuro líquido negro brotando de la herida. Se tapó el corte con la mano, pero la sangre no iba a dejar de salir. Con la otra mano agarró la barbilla de ella y le alzó la cabeza, casi con violencia, para encontrarse con sus ojos.
Ella se quedó petrificada, no entendía qué le pasaba a ese individuo en particular, tenía un comportamiento fuera de lo común.
—Eres… Preciosa —alcanzó a pronunciar segundos antes de caer al suelo inerte.
Una carcajada escapó de los labios de la chica mientras las lágrimas cubrían su rostro, justo antes de volver a desaparecer entre las sombras de las que había salido.
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