Nuevo en esta plaza (Parte 2)

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Con una nueva cerveza en la mano, algo achispado, el periodista expone la cadena de razonamientos que lo había llevado a tan terrible idea. Los zombis no se podían criar; no se reproducían como el ganado y cada día que pasaba estaban un poco más desgastados por el sol, la lluvia o los golpes producidos en su errático caminar. En ocasiones se producían nuevas víctimas, aunque cada vez eran más escasos los ataques zombi, o el deshielo liberaba a los infectados que habían quedado atrapados durante el invierno, pero eso no satisfacía la demanda. Fue entonces cuando se preguntó por la procedencia de los nuevos ejemplares que anunciaban en las fiestas locales.

–El nuevo gobierno, escaso de medios, no podía permitirse el lujo de erigir cárceles en las que encerrar a los delincuentes, aceptando la pena de muerte como un mal necesario para los casos más extremos, todo un filón para los empresarios taurinos. ¿Por qué malgastar ese «material»? Untando las manos adecuadas, los desgraciados sufrieron la muerte a la que fueron condenados, sí, pero no rápida ni indolora. ¿O va a negarme que son cientos a los que han infectado para que nutra sus ganaderías?

–¿Y qué si así fuera? Eran escoria, y en vez de arrimar el hombro se dedicaron a destrozar la poca sociedad que quedaba tras la guerra.

–¡Es inhumano!

–¡¡ES JUSTICIA!! Y no hay mayor satisfacción que invitar a los padres de una cría a la que un malnacido violó a la vuelta del colegio, al hermano del dependiente que murió desangrado por una barra de pan, a ver cómo el monstruo de sus pesadillas cae en la arena. Debería estarnos agradecido.

–Y, de paso, conservan la tradición del ruedo y os llenáis los bolsillos.

–Es mi negocio.

–¿Don Valeriano está metido en el ajo?

–Algo intuye, pero prefiere no saber. Su mundo pervive gracias al esfuerzo de personas como yo y, aún así, me sigue menospreciando con su «Fulgecio» por no poderle dar un nieto. Si no fuera por mi Ana, hace mucho que hubiera muerto de agotamiento en las mejoras de las defensas.

»¿Qué piensa hacer con esa información?

–La gente debe saber.

–Entiendo… Es un idelista al que no se le puede comprar. Y dice que tiene pruebas.

–Exacto.

–Pruebas que no habrá confiado a nadie pues, como periodista, busca la exclusividad de la noticia –cavila Chencho con la vista en el techo–… Déjeme explicarle cómo veo yo la situación.

Ahora es él quien expone su razonamiento, y lo hace de manera objetiva. Y así, le habla al periodista de una vida de postguerra que más se parece a la sociedad del XIX que al mundo globalizado en el que ambos nacieron, cuando la vida de tres generaciones podían almacenarse en un pendrive y quedaba hueco para un par de películas. En alta calidad. «Nos movemos a trote de caballo o a la velocidad con la que pedaleamos en nuestras bicicletas oxidadas –continúa Chencho su exposición–, y en los pequeños núcleos autosostenibles que habitamos, la electricidad es un lujo e Internet un sueño que pocos recuerdan».

»Usted no es tan importante como para tener una de las pocas grabadoras o de las cámaras que sobrevivieron al apocalipsis de la civilización tecnológica, por lo que sus pruebas serán meras anotaciones; las conjeturas de un loco que más pronto que tarde acabarán en la hoguera o recicladas al no haber nadie que las defienda.

–¿Me está amenazando?

–¡Por Dios, no!

De un tirón, Chencho enrolla las cortinas de esparto que cubre el balcón, descubriendo un patio anexo a las traseras de la plaza donde una remesa de zombis, marcados a fuego con el hierro de la ganadería Mordelón, esperan su salida al ruedo, los cuernos que los coronan apuntando hacia adelante. La curiosidad innata del periodista lo atrae hasta el balcón bajo el que se mueven las pútridas reses; jamás había estado tan cerca de esos engendros carnavalescos y absorto en su contemplación no es consciente del acercamiento de Chencho. «Jamás lo amenazaría –oye decir a sus espaldas–, pero he de velar por el futuro de mi mundo», y tras esto, el periodista siente como dos tenazas de hierro le sujetaban por los tobillos, lanzándolo por encima de la barandilla para caer a escasos metros de los Mordelones, que fijan sus ansias en la figura maltrecha del caído con un gemido antinatural.

–¡Felipe! –grita Chencho desde el balcón a la figura que ha accedido al recinto atraído por los lastimeros gritos del periodista, enarbolando una gruesa pica con la que aparta a los astados del caído–. Tenemos un nuevo ejemplar para la ganadería.

»Que no lo muerdan demasiado.

–Como diga, patrón. Pero creo que se ha roto un brazo.

–Mientras pueda embestir, como si quieres cortárselo.

El aullido desesperado del que se llamara Arturo Rellán queda ahogado por el toque del clarín que anuncia en el coso taurino el comienzo del Tercio de Muerte.

 

B.A.: 2.017


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