Mi esposa es prostituta Parte I

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Ya hacía tiempo que René, el vecino que le pagaba a mi esposa para tener sexo con ella, se había cambiado de casa a otro estado del país junto con toda su familia.

Si bien nos habíamos acostumbrado a nuestras noches de sexo en trío, sobre todo nos habíamos acostumbrado a la generosa suma que René le depositaba cada quincena sin falta. Cuándo él se fue, empezamos a sufrir por las deudas y por los gustos que ya no nos podíamos dar.

¿En dónde encontraré otro René? Soltó un día mi esposa cuando muy dubitativa revisaba unas cuentas por pagar.

Yo respondí casi de inmediato: “no tiene por qué ser un René precisamente”.

¿Qué quieres decir?

“Qué casi cualquier hombre te daría dinero por tener sexo contigo. La verdad tienes muy buen cuerpo y el temperamento más caliente que conozco”.

Pero, ¿en dónde voy a encontrar a esos hombres? Preguntó cómo retándome a sostener mi argumento.

 “Simplemente en la calle”.

¿Estás diciendo que salga a prostituirme?

 “Mira”, le dije en el tono más condescendiente que pude, “piensa que lo harías solo cuando quisieras y con quien quisieras. No se trataría de que abrieras las piernas y ya, sino de que fueras una profesional del sexo, alguien que cumpliera las fantasías más retorcidas de sus clientes”.

Aprovechando un segundo más de su silencio, continué. “Imagínate además que estarías cumpliendo una fantasía tuya”

¿Cuál de ellas que no haya satisfecho ya?

“Salir a la calle vestida de puta”, dije de inmediato. “Te verías fantástica y yo te cuidaría para que no te pasara nada malo. Por supuesto tú escogerías a tus clientes, les pediría un hotel regular y siempre estaríamos en contacto”. Vi en sus ojos que ella empezaba a digerir la idea y quizá incluso a disfrutarla un poco.

Entonces recalqué: “Imagínate que solo vas a aceptar gente con buen nivel. Aquellos que por una vez te pudieran pagar al menos dos mil pesos (150 dólares). Multiplica eso por 3 hombres en una noche. Quizá 2 o 3 noches a la semana”.

En la noche del viernes de la semana siguiente, ella se vistió como yo siempre la había querido ver y a lo mejor como ella siempre lo había deseado: como una verdadera puta. No se veía vulgar sino excesivamente atrevida. Se maquilló  suficiente para lucir un rostro super sexy en la obscuridad, tenía un toque de modelo. Lo mejor de todo era su vestido transparente blanco. Era como de seda y se le untaba en todo su cuerpo, ¡realmente se veía exquisita! Se veían sus pechos protuberantes y resaltaban sus grandes pezones. Abajo solo se veía la tanga de hilo dental que de manera tímida le cubría el pubis. Le pedía que usara unas pantys negras, mi fetiche preferido. El vestido apenas llegaba a cubrir las nalgas y finalmente se puso unas zapatillas clásicas de aguja. Era una Barbie semi desnuda y super sensual.

Cuando la vi, tuve una erección inmediata. Era la viva imagen de la prostituta que siempre había soñado. Adivinó mi morbo y modeló un poco para mí; actúo un poco como si ya estuviera en la calle. No pude más y  le pedí ser su primer cliente.

Sin decir nada, se mordió el labio inferior, se acarició sus pechos, se pasó la mano derecha por el pubis acariciándolo un poco como masturbándose para que yo la viera. Se volteó y se agachó para apoyar las manos en la cama.

Inmediatamente le bajé las pantys y la tanga. Estaba tan excitado por la aventura que estábamos a punto de tener por primera vez, que apenas al penetrarla tuve una eyaculación casi precoz. Aguanté un poco más, seguí bombeando sintiendo ya su lubricación y logré que empezara a gemir un poco. No me cabía la menor duda de que Laura había nacido para disfrutar y hacer disfrutar del sexo. Finalmente en solo 3 minutos me vine observando como recibía como un trofeo mi leche caliente.

Ella se rió y dijo, “si así van a ser todos mis clientes, este trabajo será muy fácil”.

Yo me disculpé y le comenté que me había excitado demasiado al verla vestida así y sobre todo imaginarla ya parada en una esquina.

Fue al baño a prepararse de nuevo para su debut. Cuando salió de nuevo caminando como la diosa de la lujuria dijo de pronto “Bueno, págame”.

Me quedé atónito, pero vi algo en su mirada que me decía que no estaba bromeando del todo. Saqué mis dos mil pesos y se los di. Ella se quedó estática por unos instantes; acarició los billetes; abrió su bolso de mano y metió el dinero; volvió a acariciarse el pubis con los ojos cerrados y dijo en un tono de premonición más serio de lo normal: “creo que nos va a ir muy bien”.


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