Se lo prometí. Y lo prometido es deuda. Aun así, es muy injusto. Mi padre me obligó en su lecho de muerte. Me sentí incapaz de negarle nada a un moribundo, imbécil de mí. Todavía ignoro por qué acepté esta locura.
“Prométemelo y podré morir en paz”, me dijo, agarrándome del brazo con una fuerza inusitada en alguien que agoniza.
Creo que si accedí fue por lo que mi madre solía decirme de niño: que hay que saber perdonar, y que un hombre como Dios manda siempre cumple la palabra dada, por mucho que le pese. Si mi madre viviera, se alegraría de saber que he acabado perdonando a mi padre por todas sus fechorías, pero, a pesar de su propio consejo, desaprobaría la promesa que me vi forzado a hacerle.
Y ahora tengo que cumplirla, por dura y peligrosa que resulte.
Solo espero que mi madre, esté donde esté, lo comprenda. A fin de cuentas, soy hijo de un hombre que jamás perdonó a sus enemigos pero que siempre cumplió con su palabra. Las reglas del clan eran sagradas para él.
No será difícil. Estoy seguro de que asistirá al entierro, para asegurarse de que se ha librado de su principal adversario, o bien por cinismo o para guardar las apariencias.
Cumpliré con mi palabra tan pronto como se acerque para darme sus hipócritas condolencias. Nunca he usado un arma, pero un disparo a quemarropa nunca falla.
Sé que sus guardaespaldas cumplirán con su cometido. Pero yo habré cumplido mi promesa.
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