EL LADO OSCURO DE WINSTON CHURCHILL

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El “británico más destacado del milenio”, según sus compatriotas, por sorprendente que resulte, Winston Churchill, sin duda un político de primera magnitud, se destacó también por su falta de escrúpulos cuando andaba por medio una razón de Estado que lo justificara, así fuera los enemigo británicos de China, India, Paquistán, Malta, Oceanía, etc..

 Pocos dirigentes de la Segunda Guerra Mundial pueden comparársele en dureza y pragmatismo. Por ejemplo… ¿Armas químicas, sí o no? Él no tenía dudas al respecto: había que utilizarlas. No veía diferencia entre matar a un hombre con un proyectil o con un gas venenoso.

Durante la Primera Guerra Mundial, Churchill, primer lord del Almirantazgo, tenía claro que la flota de su país debía bloquear al enemigo para hacerle pasar hambre. El resto del trabajo lo harían los aliados franceses, con su poderoso ejército de tierra. En palabras del historiador Geoffrey Regan, la política del gobierno británico “apuntaba directamente contra los civiles de los Imperios Centrales”.

El propio Churchill no tuvo inconveniente en reconocer que su objetivo no era otro que la muerte por inanición de los hombres, mujeres y niños de Alemania hasta que por fin se vieran obligados a capitular. Parecía pasar por alto que su despiadada estrategia constituía un crimen de guerra. Así lo establecía la Convención de La Haya de 1907 al hablar del bloqueo naval, siempre que estuviera destinado, como sucedía en este caso, a privar de alimentos a los civiles, no a los ejércitos enemigos.

¿Era el bloqueo un arma de destrucción masiva? De hecho, así lo entendió Alemania, que reaccionó con la guerra submarina. En Londres, mientras tanto, no existían remordimientos de conciencia. Se tomaban medidas crueles, cierto, pero estaban justificadas. Porque Gran Bretaña era una democracia y el Segundo Imperio alemán no. Es más, procurar la completa destrucción de la población enemiga equivalía a luchar por la paz.

A personajes en apariencia respetables, como el fundador del scoutismo, lord Baden-Powell, no les parecía mal que los teutones sucumbieran ante las privaciones.

La situación, en efecto, era terrible tanto en Alemania como en el Imperio Austro-húngaro.

Una tremenda escasez se desató en estos países durante el invierno de 1916-1917, tras la pérdida de la cosecha de patatas. La dieta promedio alcanzaba sólo las 1.000 calorías, frente a las 3.400 de los comienzos de la guerra. La tasa de mortalidad, por tanto, se disparó, sobre todo entre las mujeres, al privarse éstas de lo más elemental en beneficio de unos hijos que de todas formas morían desnutridos. En esas circunstancias trágicas, las clases trabajadoras no tenían más remedio que basar su alimentación en los nabos, el único producto que sobraba.

 

De entre los niños que pasaron hambre entonces surgirían muchos futuros dirigentes nazis. Así lo sostiene Paul Vincent en The Politics of Hunger.

Por otra parte, en otros frentes de la contienda, Churchill procedió con la misma carencia de criterios humanitarios. De hecho, se le recuerda fundamentalmente por su responsabilidad en el desastre de los Dardanelos (1915-1916). Aunque, eso sí, se olvida que su propósito original no era otro que provocar una carnicería. Una atroz matanza entre la población civil del Imperio otomano gracias a los pavorosos disparos de trece buques. Al frente de ellos, el Queen Elizabeth, con proyectiles de la altura de una persona. Al final, todo quedó en una campaña chapucera.

Años después, durante la Segunda Guerra Mundial, el mandatario británico recurriría a procedimientos igualmente implacables. Intentó hundir la moral alemana a través de violentos bombardeos sobre Dresde, Leipzig y otras ciudades, en los que fueron civiles, no soldados, las víctimas. En el caso de Dresde (febrero de 1945), una de las maravillas arquitectónicas europeas, el alto mando británico justificó su destrucción con falacias. A los aviadores encargados de masacrarla, sus jefes les contaron mentiras diversas acerca de su importancia industrial. También se dijo que allí estaba, ni más ni menos, el cuartel general de las tropas nazis. O el de la Gestapo. Nada de eso era cierto, pero sí era verdad que en la ciudad se encontraban 19 hospitales. Entre los muertos, además, se encontraban los prisioneros de guerra aliados.

Churchill permitió la carnicería porque estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, con tal de vencer.

El temor a que el enemigo desencadenaba un ataque biológico contra Londres, le sirvió para justificar una de sus iniciativas más feroces. Nació así la denominada “Operación Vegetariana”. Consistiría en arrojar sobre seis ciudades alemanas cinco millones de pastillas de pienso contaminadas con carbunclo. Primero contaminaría los rebaños, después a los seres humanos, provocando una mortandad desmedida. La versión oficial británica pretendería que no hubo más objetivo que el ganado: si la carne se sometía a cocción, enseguida quedaría esterilizaba. En realidad, utilizar el carbunclo de una manera controlada era totalmente imposible.

Los ensayos que se realizaron, en la isla escocesa de Gruinard permitían los más negros augurios. Su territorio quedó inhabitable hasta su descontaminación, en 1990. Eso da una idea del efecto devastador que podría haber tenido la Operación Vegetariana.

El plan, por suerte, nunca pasó del estadio de proyecto. La victoria aliada hizo inútiles unas armas biológicas que acabaron por destruirse. Pero quedó demostrado el talante del inquilino de Downing Street. Desde su punto de vista, dejarse llevar por criterios humanitarios suponía una debilidad imperdonable frente a un enemigo despiadado. ¿Por qué los nazis debían tener la ventaja de no seguir ninguna regla mientras los británicos obedecían los códigos caballerescos? Eso implicaba, según Churchill, limitar la eficacia del aparato bélico en unos momentos más que difíciles.

Particularmente estoy en contra de toda guerra ya que implica muertes por el solo hecho del poder o del dinero.

¿Qué diferencias hay entre los  próceres de uno y otro lado en las guerras? Creo que la única es haber ganado o perdido, con la propaganda que la sigue.


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