Les quedaba explicarle al niño como habían sido las cosas. No era nada fácil pues no sabían por dónde empezar y el hombre y la mujer se miraron en silencio. Recordaron que hacía varios días lo veían quedarse horas parado frente a la pecera, a veces con la cara pegada al cristal mirando los movimientos del rojo pez, el aleteo de su enorme cola en forma de velo y el constante abrir y cerrar de su boca en forma de entrada de caverna.
El niño pasaba largos ratos parado en el mismo lugar, algunas veces le hablaba y otras parecía imitar cada uno de sus desplazamientos a través del limitado espacio de cristal. Por instantes sus brazos se contraían como si de sus costados brotaron aletas y empezara a nadar. Otras, parecía agitarse queriendo aplaudir las piruetas del pez. Al comienzo apenas les llamó la atención, después se volvió el comentario de las reuniones pero nunca les llegó a causar preocupación. Cada vez eran más horas, detenido frente a la pecera, desconectado del mundo con las ganas de no separarse del pez.
Todo así hasta la noche en que a eso de las siete destapó la pecera (parecía que lo llevaba premeditando) y lo sacó con sus dos manos del agua, lo acercó a su pecho mientras aleteaba y camino de su habitación lo secó con una toalla, lo abrazó y lo recostó mientras escuchaba sus estertores entre las cobijas que fueron disminuyendo poco a poco en la medida que transcurrían las horas.
Al otro día, antes del desayuno, los padres se miraron boquiabiertos mientras se les acercaba con el pez en sus manos preguntándoles porque estaba así de endurecido.
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