La Cálida Luz de la Luna (2ª Edición)

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Arde la luna llena a la luz de las antorchas y el aullido del viento desgarra las nubes a zarpazos. El hombre lobo ha atacado de nuevo.

            Cuanta sangre, piensa el capitán de la guardia. Como una mortaja escarlata cubriendo pudorosamente el cuerpo desnudo y destrozado de la joven.

            Primero las viola, recuerdan los aterrados soldados, después las asesina salvajemente.

            Súbitamente, el silencio es roto por un caballo al galope. El padre de la muchacha desciende rápidamente de su montura con lágrimas en sus ojos.

            -No se preocupe, mi señor, atraparemos a la bestia, se oye decir con una desagradable voz.

            Las palabras del sacerdote hacen que el conde dirija una mirada de oscuro odio a este.

            -En este momento, masculla el señor de aquellas tierras, juro solemnemente que vengaré la muerte de mi hija. Perseguiré a ese monstruo hasta las profundidades del Infierno.

            Uno de los soldados del conde susurra con amargura al oído de un compañero de armas: Miserable, cuando las víctimas eran campesinas o criadas no hubo juramento alguno.

            El sacerdote puso su mano en el hombro del conde.

            -Mi señor, tened fe. Vuestra hija era una doncella pura y virtuosa, su alma no penará por mucho tiempo en el Purgatorio.

            Los soldados y el capitán contuvieron un grito en sus gargantas. El conde había derribado al cura de un puñetazo y, arrancando el crucifijo del pecho de este, había escupido a la cruz y la había aplastado contra el suelo con sus pesadas botas.

            A continuación, monto en su corcel y se dirigió al castillo a toda velocidad.

 

            La sangre del hijo mayor del conde habíase ya helado sobre su pálida y desnuda piel. Su vida ya casi no fluía por la herida de lanza de su costado. El hombre lobo agonizaba mientras sostenía con ojos vidriosos la mirada de su ejecutor.

            -Porque, hijo mío, porque has hecho eso. Yo estaba dispuesto a seguir guardando tu secreto, a seguir dándote cobijo en estos sótanos del castillo, a seguir ocultando que no habías muerto en Tierra Santa. Maldita sea por siempre la gitana que te condenó cuando la violaste y asesinaste en Jerusalén. Porque tenías que hacerle eso a tu hermana, sollozó el conde.

            El hijo balbuceó con ensangrentada voz: yo…yo la deseaba, padre.

            Al oír esto, el conde aferró con furia la lanza y la hundió con saña en el cuerpo de su hijo. Este exhaló su último aliento en forma de un sanguinolento escupitajo dirigido al rostro de su padre.

            Un silencio de muerte se extendió por los fríos y húmedos sótanos. El anciano se limpió la saliva y la sangre de su enloquecido rostro y exclamó: Si, yo también la amaba.


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