La tesis doctoral sobre la Crítica de la razón pura de I. Kant me había remitido, necesariamente y en un primer estadio, a los Prolegómenos por él mismo redactados para una mejor comprensión de su obra. Ese trabajo, concluyente de mis estudios, ocupaba mi mente las veinticuatro horas del día. Si. Hasta en sueños veía los diversos puntos de vista esenciales, plasmados por el gran maestro de la filosofía en dicho manual, que debía acometer para el necesario análisis de la mencionada obra: ¿cómo está constituida nuestra conciencia? ¿Cómo llegamos al conocimiento sobre nuestro mundo? ¿Qué son el tiempo y el espacio, y cómo se originan? ¿Cómo está formado nuestro mundo y nuestro cosmos? ¿Hay un Dios?... Y otros temas conexos con ellos, de más envergadura o profundidad.
Y sucedió. La tapa del WC decidió que no serviría más a sus propósitos y se rompió, precisamente entonces. Aparqué, momentáneamente, mis estudios y me dispuse a realizar la operación de retirada y sustitución del elemento tan necesario, y cómodo, para nuestra vida cotidiana, donde cualquier humano, sea de la condición que sea, termina sentándose durante gran parte de su vida. Y en este punto fue donde me enfrenté a aquellos planteamientos kantianos de una forma que, jamás sospecharía, pudiera llegar a ocurrir. Porque, ¿qué había hecho que la tapa se rompiese cuando menos tiempo tenía para dedicarme a esas tareas? ¿Por qué no ocurrió un año después? ¿Qué extrañas fuerzas influyeron en ello? ¿Tendría las herramientas necesarias o, incluso, dispondría de tiempo en lo que me quedaba del día? ¿Sería capaz de realizar esa tarea por mí mismo sin necesidad de recurrir a terceros que cobrarían unos sustanciosos honorarios por la ingrata tarea?...
Con la férrea voluntad de concluir el trabajo doméstico, me incliné y tanteé por debajo para localizar las piezas que liberarían los pernos de sujeción de la tapa. Allí estaban, duras como piedras, recubiertas del óxido que proporciona el transcurrir inexorable del tiempo; un tiempo que, calculé, rondaría los dieciocho años, mayoría de edad y, a la vez, fin de su existencia. Abrazaban fuertemente los pernos, sin dar muestra de querer soltarse de sus amados, de seguir penetrados total y permanentemente por ellos. Y yo debía liberarlos, separarlos para siempre. Un dios que decidió que no debían permanecer por más tiempo juntos.
Agarré una de ellas, la más próxima y, por tanto, más cómoda de trabajar, e hice el intento de girarla. No se movió un ápice de su posición. Quizá la había girado hacia el lado equivocado. Lo intenté hacia el otro. Nada. El planteamiento kantiano retornaba a mi mente: ¿sería capaz de conseguirlo? Si la primera de ellas me estaba dando problemas, ¿cuánto tiempo me tomaría la solución? ¿Qué nuevas complicaciones acarrearía la otra?
Entonces recurrí a las herramientas, curiosos artilugios que permiten aplicar fuerzas superiores a las meramente humanas y que han sido creadas, precisamente, por la acción del hombre. Agarré con una de ellas la pieza y apliqué la torsión. Giró algo, o al menos eso me pareció. Si, definitivamente había girado porque debía mover el utensilio para volver a asir la pieza. Un triunfo. Giré de nuevo y cedió algo más. Aquello prometía. Seguí aplicándome y, girando algunas vueltas más, decidí que había llegado el momento de recurrir a mis propias manos (el uso de la herramienta llega a resultar algo incómodo para conseguir una sola vuelta) y solté el utensilio. Con un esfuerzo inicial superior al previsto logré seguir girando la pieza, pero llegó un momento en que volvía a inmovilizarse ¡Obstinada pieza! De nuevo había que recurrir a la abandonada herramienta. Así estuve durante un buen rato y comprobé que perdía el tiempo, mi precioso tiempo para iniciar la tesis, porque no avanzaba. Eso alteró mi estado de ánimo; vuelta a los planteamientos kantianos: la adversidad trastoca los estados de consciencia, nos hace irritables, llegando, en algunos casos, a situaciones extremas difíciles de explicar en otras circunstancias.
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