Quizá no estuviera perdiendo tanto el tiempo después de todo. Analicé la situación. Si no podía por debajo debía intentarlo por arriba. Agarré la tapa e intenté moverla a un lado y a otro para aflojarla de sus cogidas. Se movió y conseguí que se soltase de los puntos de sujeción superiores. Íbamos bien. La extraje totalmente y observé el estado real de los dichosos pernos. Máxima oxidación.
Había llegado al punto de no retorno. Por mis cojones tenía que sacar aquellos endiablados pernos. Llegué a pensar en cortarlos con una pequeña sierra, opción in extremis que desechaba por carecer de ella y por encontrarse los comercios ya cerrados a esa hora. Con aquello al descubierto maniobré de nuevo por debajo y confirmé mis sospechas. Los tornillos giraban locos y, para colmo de males, la muesca horizontal había desaparecido de sus cabezas, por lo que para sujetarlos e impedir su giro debía utilizar otra herramienta nueva. Aproximé una silla baja a la taza para trabajar algo más cómodo (ya estaba un poco harto de estar agachado) y me dispuse a maniobrar sobre los oxidados elementos. Para complicar aún más la situación unas piezas metálicas redondas, donde estaban empotrados los pernos, servían de tope para su ajuste a la taza, por lo que había que actuar sobre ellas para liberar definitivamente los tornillos.
No me costó gran esfuerzo desprenderlas de su ubicación (de hecho saltaron en pedazos haciendo la conveniente palanca que, ya en tiempos, predicó de su bondad Arquímedes cuando pidió el punto de apoyo para mover el mundo). Entonces descubrí algo que me impresionó bastante. Los pernos estaban embutidos en otra pieza, esta vez de plástico que se movía juntamente con ellos. Ahí estaba la solución. Si conseguía romper aquellas piezas plásticas que cubrían completamente los agujeros de ubicación de los pernos, estos caerían por su propio peso dando por concluido el trabajo de desmontaje.
Un simple destornillador realizó el milagro y los pernos cayeron libres aunque, eso sí, no conseguí el objetivo inicial de sacarlos de sus hembras ávidas de calor. Me habían ganado la partida y tuve que rendirme ante ellas. Observé aquellos elementos inertes y, a la vez, tan vivos unos minutos antes, con una mueca de satisfacción irreprimible en mi rostro.
El resto del trabajo fue relativamente sencillo. Coloqué la tapa nueva, ajusté los nuevos pernos a sus compañeras inseparables por, esperaba, largo tiempo, y contemplé durante algunos segundos más el resultado. Ahora disponía de elementos de juicio nuevos para analizar a fondo los prolegómenos y, por supuesto, captar mejor los intrincados laberintos mentales del gran amigo Kant en su Crítica de la razón pura.
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