Profundidades

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Gea
Año 1684

Ya era de madrugada, y Adela seguía enfrascada en su libro de fantasía. Desde la mesilla de noche, la lámpara de gas arrojaba una tenue luz sobre el papel, mientras ella pasaba otra página de aquel asombroso mundo de hadas, sirenas y monstruos.

Se imaginaba cómo sería vivir en el mar. Lejos de todo el ruido de la ciudad, en un mundo pacífico en el que nadar por siempre. Era una idea que le había cautivado desde pequeña, y aparecía con renovada fuerza cada vez que abría un libro.

Su hermana se removió en su cama, al otro lado de la habitación.

—¿Adie? ¿Qué haces? —preguntó Claudia, bostezando.

—Clay... ¿crees que existan las Damas del Mar?

—¿Qué?

—Las Damas del Mar. Ya sabes, nereidas, sirenas, y cosas así.

Su hermana se quedó pensativa unos segundos. Luego habló, en tono de regaño.

—Adela, sabes que nadie ha visto nunca a una.

—¡Pero existen! existen en mis libros... ¿Cómo podrían haber escrito tanto sobre ellas si no fuesen reales?

—Adie, ya duérmete, por favor. Mañana seguirás leyendo.

—Pero no quiero dejar este mundo... -Sin embargo, Claudia ya se había levantado y había apagado la lámpara.

—Buenas noches Adie.

Claudia despertó horas más tarde esa misma noche. No se sentía capaz de seguir durmiendo. Volteó la mirada hacia la cama de su hermana, preguntándose si habría retomado su lectura, como siempre hacía una vez que ella se dormía.

Las sábanas estaban revueltas, pero nadie dormía entre ellas. La lámpara de gas también había desaparecido.

«Oh, no», pensó Claudia, se levantó de la cama y corrió a la puerta.

Tenía un presentimiento desde hacía varios meses atrás. La obsesión de su hermana crecía con cada libro que leía, y solo era cuestión de tiempo para que llegara demasiado lejos. Cualquiera disfrutaría un buen libro, pero llegar a creer que su contenido podía ser real...

Claudia corría por los laberínticos pasillos de la mansión, hasta que llegó a la puerta principal. Salió a la calle, y llamó a gritos a su hermana.

—¡Adela! —Siguió corriendo. Cruzó por varias calles de tierra, sin mirar a los lados; a esas horas no pasaba casi ninguna carroza. Continuó, incansable, hasta llegar a la playa.

Ahí estaba. La luz parpadeante de la lámpara de su hermana, quien la sostenía, de cara al mar. Ligeras olas reventaban en la arena, rozando sus pies.

—¡Adela! ¡Vuelve aquí en este instante!

Ella volteó, su cabello siendo agitado por el viento.

—No...

—¡Adela!

—Tengo que hacerlo... tengo que ir.

—¡No puedes meterte ahí! ¡Te ahogarás!

Ella no respondió. No parecía siquiera haberla escuchado. Claudia fue hacia ella, pero con cada paso que daba, su hermana retrocedía más hacia el mar.

—¡Adie! ¡Te prometo que te daré todos los libros que quieras si te alejas del agua! ¡Te lo juro!

Pero Adela ya estaba sumergida hasta las rodillas. Bramó de vuelta.

—¿No lo entiendes? Yo DEBO ir. Pertenezco allí, ¡lo sé!

Ella seguía caminando hacia las olas. Soltó la lámpara, que se apagó. Claudia estaba desesperada. No podía ver cómo su hermana se alejaba de ella, paso a paso, hacia un profundo vacío de oscuridad que no tardaría en reclamar su vida, y la de Claudia también; pues no tenía un solo recuerdo del que Adela no formara parte.

—¡Adie...!

—¡Te quiero, Clay! —fue su último grito, antes de sumergirse por completo en el océano.

—¡NO! ¡ADELA, VUELVE! —Claudia se precipitó tras ella, sin dejar de sentir cómo algo dentro de ella se desgarraba, al repetir una y otra vez las palabras de su hermana. «Te quiero, Clay».

Jadeó, tratando de recuperar el aire. Se había lanzado al agua sin pensar. Las lágrimas resbalaron por su rostro, confundiéndose con el agua salada que la empapaba.

Era inútil. Adela había desaparecido en un parpadeo.

Claudia se negaba a rendirse. Era su hermana; ella debió estar ahí para siempre, la única persona en la que podía confiar... Sin embargo se había ido. Tan rápido, tan fácil... se había desvanecido como la niebla.

A duras penas logró salir, y se arrastró hacia la lámpara de gas, que yacía en la arena húmeda. Estaba rota.

—Adie... —gimió.

Le respondió el suave, pero incesante sonido de las olas.

El sol de la mañana resplandecía mientras Claudia cruzaba la ciudad.

Diez años. Diez años habían pasado exactamente desde aquel momento en que vio a su hermana desaparecer. Y de nuevo estaba frente al océano observando el intenso oleaje que alguna vez la había arrastrado hacia las profundidades.

Claudia había vuelto cada año para recordar a Adela, a quien seguía imaginando como la niña risueña y divertida que había sido antes de enfrascarse en los libros. Habían sido muy unidas, compañeras de juegos y de travesuras, e incluso habían jurado nunca separarse. Pero Adela rompió el juramento con tal de perseguir un sueño imposible que le había costado la vida. Sin embargo, Claudia la había perdonado.

Caminó paralela al mar hasta llegar a un pequeño risco contra el cual las olas reventaban con fuerza, y se sentó en el borde. Las olas más altas le rozaban los pies y le salpicaban el vestido, pero nunca le daba importancia. Lo hacía cada año. Desde su posición, la ciudad quedaba a su espalda y su vista abarcaba el extenso océano.

Claudia pudo estar horas ahí, sin moverse, solo pensando en su hermana y lo que le había pasado. Pasó tanto tiempo que ya había oscurecido cuando decidió que era hora de largarse. Sin embargo, quiso alargar el momento un poco más... Aún quedaban algunas franjas doradas en el horizonte tras el ocaso, y quería quedarse hasta que se fueran por completo.

La playa estaba totalmente vacía, ni un alma caminaba cerca. Finalmente, Claudia se levantó y dio la espalda al mar.

—Clay...

El mar se removió, y sus recuerdos se materializaron. Un rostro apareció entre las olas, apenas visible a la tenue luz.

Una pequeña sonrisa llegó a los labios de Claudia.

—Hola, Adie.

 


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