El castillo en el claro. Capítulo 1-1
Capítulo 1. El pícnic
- ¡Que aburrimiento! Parecía mentira que en aquella enorme habitación llena de juguetes, juegos y libros no hubiera nada que pudiera entretenerle más de cinco minutos seguidos. Klaus tenía ocho años. Nunca le había gustado la idea de ser el príncipe heredero, él quería ser capitán de navío y surcar los mares en busca de nuevas tierras y nuevas gentes, gentes que no se inclinasen ante él ni midieran las palabras en su presencia. Le constaba que en las cuadras y cocinas del castillo se hablaba de lugares extraordinarios y se contaban historias disparatadas y fascinantes pero en cuanto notaban la presencia del joven príncipe todos se callaban o cambiaban de conversación y de tono, seguramente por miedo a que Klaus se lo contara a su padre. ¿Su padre? Pasaba semanas enteras sin ver al rey y, cuando lo veía sólo conseguía escuchar reproches y recomendaciones para ampliar el horario de sus clases. Jamás lo adulaba. Nunca lo había oído decir que había hecho algo bien y, aunque no quería admitirlo, eso le dolía en lo más profundo de su ser. Su padre, estaba siempre demasiado ocupado por lo que Klaus no sabía mucho sobre él salvo que era un hombre severo y de serios modales que sólo se preocupaba de que su primogénito recibiera todo tipo de formación en las artes de la guerra y la política. Klaus no sabía a ciencia cierta si lo que veía en los ojos de súbditos, sirvientes y soldados del rey era respeto o temor. Ni siquiera sabía calificar sus propios sentimientos hacia esa imponente figura de recia presencia que raramente esbozaba una sonrisa.
Su cuarto de juegos se encontraba en el ala Oeste del castillo, justo al lado de su habitación y, ¡menos mal! a unas cinco puertas de los aposentos de sus hermanas Cloe y Cass, que disfrutaban haciéndole la vida imposible. Cloe tenía 10 años y era una marimandona presumida. Se pasaba el día cepillando su larga melena castaña y había heredado los duros rasgos de su padre pero a pesar de todo era divertida y, en las contadas treguas que Klaus podía recordar se lo habían pasado bien juntos. En cuanto a Cass ¿Qué decir de Cass? Era la más pequeña de los tres hermanos y, aunque resultaba muy pesada, Klaus sentía debilidad por aquella monada de 4 años y dorados rizos a la que nunca se le borraba la sonrisa de la cara y correteaba por el castillo como un potro desbocado.
Su madre era muy bella, además de la mujer más dulce del reino. Tenía unos verdes ojos acuosos y grandes, con largas pestañas los mismos que el joven príncipe veía cada mañana al mirarse al espejo. Su porte era elegante y aunque los estrechos hombros y corta estatura pudieran hacerla parecer débil, Klaus sabía que no era así. Su madre era fuerte y de firme carácter. Trataba de enfrentarse al rey siempre que las decisiones de este con respecto a sus hijos no la agradaban, aunque últimamente esas discusiones la fueran agotando y consumiendo de manera imperceptible para muchos, pero perfectamente notable para Klaus. Este, se sentía afortunado cuando paseaban por los jardines cogidos de la mano y en esos momentos se sentía completamente feliz. Era precisamente de su madre de quien había partido la idea de ir de picnic aquella soleada tarde de primavera. Aprovecharían que el rey había salido, por lo que no encontraría ninguna excusa con la que truncar sus planes.
La pequeña cala estaba rodeada por un maravilloso y frondoso bosque. Las olas, en su baile continuo, lamían los pies descalzos de aquellos tres niños que corrían salvajes por la playa. La arena, clara y fina les hacía cosquillas en los pies y la sensación de libertad que daba mirar al horizonte y no ver donde terminaba el mar no era comparable a nada que el lujoso castillo del rey pudiera proporcionarles. Klaus y sus hermanas trataban de volar una hermosa cometa de colores sin mucho éxito mientras su madre los observaba orgullosa con las mejillas encendidas por el sol y la brisa. Los guardias del rey permanecían en las lindes del bosque, donde la arena se confundía con la tierra fértil y húmeda. A pesar de que su madre siempre insistía en que guardaran las distancias, su presencia era palpable y suponía una sensación de control constante de la que Klaus, en su corta vida, jamás había logrado escapar.
Tanta actividad les había abierto el apetito y aquel pan blanco con queso que en otro momento no habría tenido mayor atractivo, resultaba ahora irresistible. Las cestas de mimbre contenían además deliciosos dulces preparados con esmero por las cocineras y fruta madura recogida en los extensos terrenos colindantes al castillo. Todo ello era devorado con avidez por niños y adultos y regado con vino de pellejo que hacía aun más apetitosas tales viandas. Incluso las estiradas damas que siempre acompañaban a la reina parecían haber perdido la compostura y deglutían sin miramientos no dejando una triste miga. Tal festín, unido a la actividad física que les había supuesto la caminata hasta la playa, contribuyó a que el sopor fuera invadiendo a todos y cada uno de los excursionistas. Bueno, a todos menos a Klaus, que estaba demasiado excitado para dormir. (continuará)
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