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Siempre soñé con vivir en París.
No de manera definitiva, solo una temporada corta. El tiempo suficiente para empaparme del ambiente de la ciudad.
Había tenido la suerte de visitarla hacía mucho tiempo y me enamoré del aspecto bohemio de muchas de sus calles, de la lección de Historia que recibes en cada esquina.
Pero este era uno de esos sueños que todos tenemos y que sabemos que jamás se van a hacer realidad.
Ahora, yo era una mujer madura que hacía tiempo que había dejado atrás las ilusiones de la juventud.
Me encontraba en una etapa complicada. Problemas de salud me habían obligado a dejar mi trabajo y navegaba a ciegas sin saber que nuevo rumbo dar a mi vida.
Había vendido mi casa porque ya no me la podía permitir y alquilé un pequeño estudio a un precio razonable.
Una mañana, mientras me despedía del que había sido mi hogar durante años y, sobre todo, de las bonitas vistas que se disfrutaban desde el balcón del salón, recibí una llamada.
E, increíblemente y en plena madurez, cuando ya solo quedan vestigios del valor de la juventud y las aspiraciones son terrenos áridos y váldios, me surgió una oportunidad que, aún a día de hoy, me cuesta creer que se me presentara.
La llamada era de un antiguo compañero de una empresa francesa donde yo había tenido un corto periodo laboral.
Nuestra amistad duró más que mi contrato pero se había ido enfriando con el tiempo.
Ahora, sorprendentemente, me contactaba para hacerme una propuesta que, vista desde fuera, parecía cosa de locos.
Este personaje singular, hijo de buena familia y parisino de nacimiento y residencia, había recibido la orden de montar una sucursal, ahora no recuerdo en que país. Y como el proyecto duraría al menos un año, había decidido trasladarse con toda su familia.
Pero lo curioso de todo esto es que me proponía que yo ocupara su ático en pleno centro para cuidarlo mientras estaban fuera.
Hace un tiempo, se había hablado mucho en los periódicos de una curiosa oferta laboral que se dio en llamar, “el mejor trabajo del mundo “. Pues bien, me acababan de ofrecer mi particular “mejor trabajo del mundo “.
La verdad es que en aquel momento, yo estaba tan desesperada por cambiar mis horizontes que, en ningún momento, tuve dudas en aceptar.
Así que, guardé mis pocas cosas en un trastero alquilado, cancelé el contrato del estudio y me trasladé a la que sería mi nueva casa durante un año en la capital francesa.
El primer mes fue un idílico paseo turístico. Visité, con la tranquilidad que da no tener prisa, todos los museos de la ciudad.
Pero una noche, justo cuando se cumplía ese primer mes, todo cambió.
Se me había hecho tarde en una de mis visitas. Pero hacía tan buena noche que decidí caminar un rato de vuelta al apartamento.
En mi deambular distraído no fui consciente de que penetraba en una zona donde el iluminado público permanecía apagado. Era un callejón estrecho y, cuando quise darme cuenta de donde me había metido era tarde así que, apreté el paso para llegar lo antes posible a una zona más segura.
Pero conforme me acercaba al final de la calle distinguí una figura alta que me cortaba el paso.
Una voz masculina y profunda inundó el callejón “No debería andar sola por aquí”.
Debí poner cara de pánico porque él, inmediatamente, me dijo, “Perdone, por Dios, no pretendía asustarla”.
Había dado un paso atrás y le iluminaba la farola de la esquina. Era alto, muy alto, con una melena rubia y los ojos azules más dulces y tristes que había visto nunca.
Inmediatamente dejé de tener miedo. Irradiaba una bondad y una paz que era imposible sentirse inquieta bajo su mirada.
“Lo siento por el susto pero, utilizo este pasaje como atajo para llegar antes a casa. Hace unos días encontré a una chica tirada en el suelo. La habían violado, asesinado y no tenía cabeza. ¡Fue horrible! De ahí que me preocupara. Si no le importa, la acompaño el resto del camino. Me quedaría más tranquilo.”
¡Y, en una milésima de segundo, mi vida fue arrasada por un auténtico Tsunami!.
Él se convirtió en mi mundo, en mi universo.
No podía creer que existiera un hombre como él. Solo con sentir sobre mi la calidez de su mirada todo desaparecía a mi alrededor y empezaba a flotar en un espacio donde no existía la preocupación, ni la tristeza, ni el dolor…
La dulzura de sus manos grandes me sujetaban y me ayudaban a recuperar la fuerza de la adolescencia.
Su voz profunda y ronca, voz de blues, permanecía en mis oídos y en mi alma incluso mucho después de que se hubiera ido.
Le amé, como nunca había amado a nadie en esta vida y en todas las anteriores. La pasión que sentía por este hombre transcendencia del tiempo y del espacio.
Una noche, mientras estaba acurrucada en sus brazos, el me susurro, “Mi amor, para celebrar nuestro primer mes juntos te he preparado algo muy, muy especial. Ven conmigo.“
Me cogió de la mano y me llevo hasta la entrada del sótano. Bajamos la escalera. Todo permanecía a oscuras. Yo esperaba ilusionada.
Encendió la luz.
En una estantería, ordenados pulcramente con etiquetas con la descripción de cada uno, había grandes recipientes que contenían cabezas de mujeres. Las había de todas las edades y todas las razas.
Yo le miré, vacía, sin sentimientos, muerta. Él me dijo “Mira, este es tu lugar. Destacado porque has sido la mejor de mis amantes”.
Soy feliz. Permanezco en mi sitio preferente en la estantería y tengo la suerte de seguir viéndolo y oyendo su voz.
Y además, cumplí mi sueño de vivir en París.
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