Dedicado a mi sobrino Sergio con todo el inmenso amor de mi corazón
Erase una vez...
Erase una vez un muchachito. Era alto, rubio, con unos preciosos ojos azules, luminosos, claros, limpios porque aún no tenían los oscuros pensamientos que los mayores ocultamos y que enturbian la mirada.
Era un estudiante brillante, con esa inteligencia que poseen unos pocos privilegiados. Tenía una capacidad de comprensión, una mente con una habilidad impresionante para hacer lógicos y comprensibles los temas más abstractos, lo que le facilitaba retener, sin mucho esfuerzo, lo que debía estudiar.
Además era educado, serio y maduro, de tal manera, que había conseguido hacerse con la admiración de sus profesores más inteligentes. Para que hablar de los otros, en toda cesta hay manzanas podridas.
Era feliz en el colegio.
Pero creció. Dejó de ser un niño para convertirse en un adolescente. Tuvo que dejar la seguridad de su escuela para ir al Instituto.
Sabemos que, por desgracia, no podemos mantener nuestra forma de ser infantil para siempre, seríamos presa fácil para los depredadores, pero la adolescencia devasta, muchas veces, ese ser infantil. Eso le pasó a él.
Perdió su entusiasmo. Porque las aptitudes no desaparecen, lo que se van son las ganas, la capacidad de ser responsable.
Cuando no consigues encontrar dentro de ti el ánimo suficiente como para convertir en divertidas las cosas más aburridas, solo porque son obligaciones que no te queda más remedio que cumplir, estas pasan a ser vistas como algo imposible de llevar a cabo. Y te pones el traje de víctima buscando que los demás disculpen tu actitud como si, al aumentar la cifra de tu edad bajara tu coeficiente intelectual.
Todo eso le pasó a nuestro chico. Y por supuesto no entendió lo que los mayores intentaron explicarle.
Pero cuando pretendemos hacer ver a alguien que su actitud no es la más adecuada, que va por mal camino, que se equivoca y no nos hace caso, no nos escucha, pasamos del diálogo al castigo, a la riña, al grito.
Y las dos partes se equivocan, una por no escuchar y la otra por gritar.
La aparente seguridad del muchacho, su actitud por momentos, agresiva, chulesca, no era más que un reflejo, un intento de ocultar su tremenda inseguridad, su miedo y siempre es más fácil quedarse con las apariencias que rascar la superficie.
Él nunca abriría la caja cerrada de sus sentimientos porque los temía y los demás jamás intentarían llegar a ella, porque es más cómodo pensar que simplemente se había convertido en un mal chico.
Pasó el tiempo. Las mentes maravillosas son muy frágiles, si no se las cuida como un objeto maravilloso se nos deshacen en las manos y se escapan entre los dedos como un terrón de tierra. Y solo queda algo vulgar que no conserva ni un reflejo de su brillo.
El chico acabó a duras penas el Instituto. Al poco tiempo trabajaba de camarero en un bar. Se casó, tuvo varios hijos. Se jubiló antes de tiempo debido a los estragos del trabajo duro en su cuerpo.
Y murió a edad avanzada sin volver a recordar que había sido un ser brillante, un ser de luz.
El mundo, nosotros, él, dejamos escapar el talento, algo tan escaso, tan preciado. Porque no aceptamos que no todos somos fáciles, transparentes, lo que los demás quisieran que fuéramos.
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