Cada una representaba la delicadeza, de esas antiguas efigies egipcias, cuyas curvas se asimilaban en lo más pletórico de la norma estética. Ubicadas en forma idéntica permeaban el lugar a modo de almenas. Se dejaban exhibir sin reparo. Sobrevivían en su forma sin violencia en un estandarte, donde se coleccionaban sin mayor decoro sus más insignes y veladas mixturas cargadas de gamas y de formas arbitrarias.
Las había de extraordinaria simpleza, tal como si, eventualmente ellas se posaran en la mano de su dueño y saliera de este un ingrato y despectivo acto de atiborrarlas de esa tonalidad grisácea que las hacía parecer miserables, viejas e incautas….
Puestas contra esa pared amortiguada por el paso de los años, que les había arrancado ese color material y en esos visos de vejez, dejaban a contra luz un matiz de tonos pálidos, que se mesclaban y dejaban ver la malaventura de la estética que por supuesto no acontecía ni deseaba permear aquel lugar miserable y delirante.
Ellas eran la razón de ser del local oscuro y barato. A ellas tendía la mirada y podía decirse que, en esa variedad acordonada y arrastrada de desdichas, iluminaban con su coqueta forma el ojo delirante del transeúnte que cruzaba de vez en vez y depositaba en ellas su curiosidad.
Era verlas e inmediatamente admitir en la ingenuidad de la contemplación de las cosas absurdas de la vida, que ellas figuraban tesoros de invaluable valor. Cada una de ellas arraigadas en esa forma única que alguien dispuso en esa posición, atraía las miradas de quienes deseaban su contacto ligero o talvez un plagio barato, que les permitiera adentrarse a esos lugares donde seguramente ocultaban secretos que nadie podía inocular.
Sus formas equiparadas a las más extrañas curvas, de deliciosa textura hacían pensar en la originalidad con que los artistas hacían de ellas una verdadera obra de arte. Cuántos lugares abiertos por ellas, donde se ocultaban mistagógicamente historias de vasta narrativa…que si pregonero alguno pudiera revelar y dejar al descubierto para dicha de los que gustan de murmuraciones y comentarios que siempre se busca, queden en el más recóndito lugar, atesorado con el velo de la desdicha… haría tanta baraúnda que alguna de ellas condescendería mejor por velar y dejar el tal asunto en el más profundo de los secretos.
Sobre algunas pendían siluetas extravagantes, en otras tantas, los cruces de sus delirantes formas. Aparecían ellas como si hubieran escapado de una trama del cine o de las réplicas de un escudo de un equipo del futbol.
Había que mirarlas una a una para atinar escoger aquella que viajara a ese espacio donde al entrar y conservarla, fuera la cómplice de esos secretos sobrehumiticos de los cuales ella sería testigo silenciosa. Una más de la colección que tenía y de la cual ella ahora haría parte el resto de la vida, si no se escapara entre los dedos o se la dejara olvidada en algún café de la ciudad donde tantas veces se dejan otras por el descuido de los negocios o de las delicadas aventuras masculinas; donde se pierde no solo la conciencia sino la voluntad de hacer aquello con premura sin perder la cabeza.
Después de mirarlas todas en la línea, con sus formas femeninas, sus siluetas enmascaradas por la trivialidad de sus hacedores, después de ajustar cada una y de notar que combinara con el llavero nuevo la escogió el transeúnte, porque de un tiempo atrás se inclina por las formas religiosas, y esta silueta de la guadalupana haría desde hoy juego con las demás llaves que no ha trastocado en esos otros asuntos vanos.
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