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Como casi todas las mañanas de los sábados de, al menos, diez años atrás, cojo mi coche, el que ahora es casi nuevo y, por aquel entonces, el otro que conservaba a duras penas, gastando una considerable fortuna en reparaciones diversas y necesarias, hasta devenir necesariamente, y como cualquier ser viviente, en muerte y desaparición, al menos sentimentalmente. Aquel coche amigo que me procuró vivir intensos momentos de amor en aquellos descampados retirados de cualquier vestigio de concentración humana, escondido en la nocturnidad y lejos de miradas vouyeristas, abrazando, besando... El mismo que me permitía desplazarme a otros lugares y disfrutar del mar, del campo o de la montaña, y también el que me podía dejar tirado en una carretera por falta de gasolina, por la correa del alternador, por la bomba de agua o por cualquier otra putada que le apeteciera aquel día hacer, y eso que era mi amigo.

Cojo mi coche, como digo, y me traslado a algún centro comercial (el que se me antoje ese día) para realizar algunas compras, poca cosa (llevo una lista), que después,increíblemente, son más de las debidas. La odisea comienza al llegar al aparcamiento. “Buitres” embutidos en cajas de acero rodantes escudriñan sin piedad los posibles huecos donde poder aparcar; esperan, algo impacientes, a que salga ese que ya ha comprado y que introduce las bolsas en el maletero con una parsimonia propia del que se sabe esperado; arrebatan la plaza de aparcamiento con una brusca maniobra a aquel otro que se acerca decidido a aparcar en el hueco que ha encontrado, o empotran el vehículo sin dejar el mínimo espacio necesario para abrir la puerta del que se marche.

Ya en el interior, y con el correspondiente carro para cargar la compra, sorteo toda clase de obstáculos, cual de una pista americana se tratase. Los pasillos son reducidos, y la necesaria parada para comprar, para revisar los distintos precios del mismo producto, la marca, o la caducidad, marcan un itinerario zigzagueante difícil de realizar sin rozar o chocar con otros carros (tarea aún más dura cuando el carro va suficientemente cargado). Porque ¡ay! del que no mire la caducidad y cuando llegue a casa se encuentre con productos pasados de la fecha. Una de dos: u opta por volver al centro con el consiguiente gasto de gasolina y pérdida de tiempo, o tira el producto a la basura, perdiendo igualmente el importe y la disponibilidad de ese producto.

Hay que dar algunas vueltas por esos grandes espacios porque, al mirar la lista, siempre curiosamente se deben retroceder algunos pasillos para conseguir fideos, champú, conserva de atún o cualquier otro producto que, aún habiendo estado en el procedente pasillo, no se ha visto o se ha olvidado. Todo un ejercicio. Para qué hacer footing si las piernas ya trabajan lo suficiente aquí.

Pero a los que nos gusta el vino tenemos un buen entretenimiento, las añadas. Vamos hasta la sección del Rioja, por ejemplo, y comprobamos el año de cosecha. Esta botella es barata, por lo que lo más seguro es que la cosecha de ese año fuera regular. Esta otra, más cara, posiblemente sea de un año de buena o muy buena cosecha. Después nos dirigimos a la de los Ribera del Duero, a la de los Terra Alta, Jumilla, Montilla-Moriles,...

Mareados, y sin haber probado un sorbo, me dirijo hacia las cajas.

Aquí se da una extraña ley: la cola más larga avanza más deprisa que la más corta. Podéis hacer la prueba cuando queráis. Poneos en una caja que tenga uno o dos carros, prácticamente vacíos, y veréis como la de al lado, donde había cuatro carros cargados hasta arriba, termina antes que la vuestra. Inexplicablemente surgen problemas de etiquetado, o ¡dios sabe qué!, que obligan al cajero a llamar a la Caja Central y a paralizar la salida de compradores. Pero ¡ojo! No se te ocurra cambiar de caja porque entonces, segunda ley, esa caja irá más lenta que la que acabas de abandonar. Y para rematar hay que recoger las cosas compradas, derivadas rápidamente por el cajero a esa infernal cinta en movimiento, sin orden ni control, porque cuando él haya terminado (seguro que antes de que uno haya colocado todo en el carro de nuevo) te exigirá el abono de la compra inmediatamente, ya que hay gente esperando. Entonces verás gestos adustos en el cajero y en los que esperan, y te invadirán las prisas y los nervios.

Cuando, finalmente, nos dirigimos hacia la salida, satisfechos y, a la vez, un poco dolidos por la compra realizada, pasaremos por unos temibles artilugios que, aleatoriamente, comenzarán a sonar y harán aparecer por arte de magia a uno o dos vigilantes. Estos, amablemente, te pedirán que le enseñes el ticket de caja a la vez que removerán todo lo que, ordenadamente, has colocado, para descubrir que a un producto se les ha pasado quitar el chip antirrobo. Pedirán disculpas y te marcharás aturdido por haber sido asaltado impunemente, simplemente porque alguien no ha realizado su cometido.


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