Desde que se tituló nunca obtuvo el respeto que un profesor merece. Los alumnos jamás le prestaron atención, sus clases siempre fueron un completo desastre.
Una de las tantas veces en las que reinaba el caos el profesor se vio envuelto en medio de un revoltijo de personas, risas, bromas y garabatos. Volaban papeles, cuadernos, mochilas y hasta sillas por sobre las cabezas. Era un desorden tal que el profesor terminó enterrado bajo escombros como si hubiese ocurrido el peor de los terremotos. Una mezcla de papeles, libros y muebles que sus alumnos acumularon sobre él, fue tanto que ya ni podía ver la luz. Sumido en la oscuridad comenzó a sentir los claros síntomas de la claustrofobia, el corazón quería salir por su boca buscando más espacio para latir, notaba como salía el aire de sus pulmones pero no como entraba, su cuerpo se estremecía y una vena se le marcaba en la frente amenazando con reventar, y además de todo eso, el libro de clases se le estaba clavando entre las costillas.
Los pasos firmes del más temido inspector se escucharon en el pasillo, el caos fue aun peor. Escuchando como todos corrían de un lado a otro, el profesor comenzó a sentir como se alivianaba el peso sobre sus hombros, como lo rescataban de entre los escombros y podía, al fin, ver la luz.
Como un muñeco, lo acomodaron en su silla, limpiaron su ropa y, poniendo su brazo sobre la mesa, le hicieron tomar un lápiz para que aparentara estar escribiendo.
Cuando el inspector entró a la sala se encontró con el perfecto cuadro de un profesor y sus alumnos.
-escuché ruido ¿pasó algo?- preguntó el inspector.
-nada, todo en orden- respondió fríamente el profesor.
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