Era ya momento de abandonar. De asentar la cabeza. A modo de despedida acudí al lugar habitual de cita con los amigos. Los convidé a una copa. Razones imponderables harían que aquella fuera la última reunión. Lo había pasado bien con ellos y les estaba muy agradecido por haberme atendido tan satisfactoriamente en aquel destino laboral alejado del mundo.
Me habían ascendido. Gran parte de responsabilidad de mi progreso se debía a ellos. Pero salía el tren en cuestión de
minutos, en cuestión de media hora.
Lo que es la vida. No lo cogí. Me ofrecieron sentarme a modo de despedida a echar la última partida. Iba perdiendo, y a las ganas de desquitarme se unió la visita repentina de aquella chica. Su arrojo, junto a los mil duros que me iba sacando el cojo al naipe, hicieron que mi equipaje- al otro lado de la barra del local- no se moviera. No sé si salí ganando en el cambio, pero al año o así tuvimos un hijo. Me respetaron el puesto en la sucursal bancaria. Nada de ascenso, pero yo- y a partir de entonces, ella también-podíamos seguir de ello viviendo.
Se presentó en la mesa de juego e intervino diciendo que me deseaba suerte en el nuevo destino y en la vida. Y siguió allí impertérrita viendo cómo le daba al naipe a ver si podía pillar al cojo en algún renuncio.
Mientras hacía los envites oportunos, la chica no perdía ripio sobre el discurrir sobre la mesa de las cartas. Justo cuando me desquité de los mil duros había decidido quedarme allí y casarme con ella.
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