El amor de las putas (2da parte)

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El tiempo transcurrió lento. Aprendió a dejar volar la mente frente a cada agradable caballero con dinero y comportamiento de bestia que se subió sobre ella. Estos caballeros se hicieron las delicias de la novedad, de la “carne nueva”. Fue por esa época cuando el nombre de Romina ya le sonaba lejano, como si fuese de otra persona. Cada cliente, cada bestia, cada sexo, eran una herida en su alma. Durante un tiempo se hacía un minúsculo corte en la piel: era la marca de la violación, del deseo insano de una bestia que quería sentirse dominante. Esos cortes fueron cicatrizando, dejando una huella indeleble en su piel y su corazón. Ella, que en su corazón anhelaba progresar, amar, traer a su mamá, a su hermanito y al abuelo. Ella, que tenía tanto amor para dar y esperaba recibir, solo tenía esto: cicatrices, dolor y el amor de las putas. Así le decía la vieja: “las putas damos esto. Así somos, así sobrevivimos. Tenemos el amor de las putas: dura hasta donde alcanza la plata y rapidito, que un novio nuevo espera del otro lado de la puerta”. Ya se había hecho a la idea, ya lo había asumido. Más tarde que temprano entendió que era una puta. Y si en el pasado eso le sonaba ofensivo, ahora le daba identidad. Todas lo eran y esos hombres que allí llegaban, creyéndose poderosos, era lo que buscaban. Y ella daba eso. Daba sexo, daba placer, daba distracción, diversión. La vieja le había dicho, mucho tiempo atrás, cuando tenía bastantes más dientes, que nadie creía en ellas. “Nadie cree en las putas, y no nos interesa que nos crean”.

El día que le planteó a la Mamá Vieja que se iba a ir, había despertado sobresaltada. Luego de una noche movida, con golpes y quemaduras de cigarrillos de clientes que pagaban más y por tanto eran más exigentes, había soñado raro. Soñó pasado, soñó deseo, y se dio cuenta de que nada de lo que había soñado era ni parecido a lo que estaba viviendo. Se dio cuenta que quizás morir era mejor que seguir siendo una marioneta, un juguete o peor, una cosa para un montón de bestias. Ordenó la pieza sucia con olor a cigarrillo y fue al salón, a buscar a la vieja. Llevaba una mochila pequeña como una cartera, lo único que rescató de la terminal. Se lo planteó muy serio a la vieja: se iba a ir en ese momento, lo cual termino en el sermón de la Mamá Vieja.

A pesar de las advertencias estaba decidida. Ya nada la haría volver atrás. Vio a Carlos, el morocho bigotón policía que oficiaba de custodio del orden dentro del establecimiento. Carlos ni siquiera se molestaba en sacarse el uniforme. Quizás se sentía muy hombre todo vestido de azul. Lara se le acercó lento, aprovechando que él se había arrimado a la puerta charlando con otra de las chicas. Cuando estaba por dar el salto para intentar sacarle el arma, sintió que la tiraban de un brazo: era la vieja que de un tirón la atrajo hacia ella:

-¿Qué hacés, loca de mierda? ¿Querés que te maten? ¿Querés que te hagan más daño del que te han hecho?

-Ya no me importa Mamá, ya no. Me voy y no vuelvo más. No importa si me matan, me mataron el día que llegué. Ya está, me voy- dijo Lara entre dientes.

La vieja la sostuvo del brazo y posó su mirada en la piel de Lara. Había algo que no había visto, algo que le llamaba la atención. Pasó sus dedos ásperos sobre esa piel y notó las marcas que Lara se había hecho. Como en fotogramas de una película, la Mamá Vieja se recordó a sí misma haciéndose marcas idénticas, hace más de 30 años. Cuanto sintió esas cicatrices las suyas, extrañamente, le ardieron. Lo ojos de la anciana se llenaron de lágrimas y soltó a Lara. Y ella, Lara, le dijo gracias con la mirada. Otra vez se acercó al bigotón, que no había notado nada, saltó y le arrebató el arma. Imprudencia del hombre, el arma estaba lista para ser usada. La chica oyó gritos inentendibles, notó la tensión en el aire y vio como el tipo, furioso, se le abalanzaba. Los dos disparos y el subsiguiente zumbido acallaron todo ruido en su cabeza. Un balazo le dio en el pecho y el otro en el cuello. El hombre cayó como una bolsa de papas, peso muerto, qué más da, nunca había servido para mucha otra cosa. Lara corrió hacia la salida y de reojo vio que otro hombre bajaba corriendo la escalera junto a la puerta: olvidó que había más de un policía. Alcanzó a abrir la puerta y vio al otro hombre sacar su arma. Cuando cerró los ojos para esperar el estampido solo oyó “¡corré, pendeja, corré!” y no dudó un instante. Atravesó la puerta veloz, ya que su vida dependía de ello. Luego de un segundo pensó, al saberse armada, en regresar por la vieja. Cuando se dio vuelta la vio bloqueando la puerta, impidiéndole salir al otro tipo. No alcanzó a dar un paso cuando oyó tres disparos y vio a la Mamá Vieja caer al suelo. El tipo del arma saltó el cuerpo caído y cuando iba a dispararle a Lara una mano anciana lo tomó del pantalón y lo hizo caer, haciéndole perder el arma. Con la voz ronca de cigarrillo, noche y sufrimiento, se repitió la orden: “¡corré pendeja!”. Lara le hizo caso. Tiró los zapatos y el arma entre los pastos y corrió dos cuadras hacia la ruta, donde un camión casi la atropella. El camionero frenó del todo insultándola, ella le abrió la puerta del acompañante y le suplicó que la llevara. El chofer se quedó callado y le hizo un gesto para que subiera. No hizo falta explicarle que debía acelerar y mucho, los camioneros se dan cuenta de esas cosas. Lara no habló por casi dos kilómetros. En ese trayecto silencioso las imágenes como fotogramas de película venían uno tras otro: la vieja tocándole el brazo, la vieja gritando, los tiros, la huida, la Mamá Vieja propiciando su escape. Eso que había hecho la vieja, ese acto de valentía, de carácter, había sido un acto de amor. Ese era el amor de las putas.


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