Tras un respetable paseo, Eduardo y yo decidimos tomar algo en una de las terrazas del Puerto Deportivo de Algorta.
Dudamos: ¿Al sol? No hacia excesivo calor. ¿A la sombra? Vale, entre sol y sombra. Coñac y anís; hicimos la broma.
Rápidamente se acercó un camarero.
- ¿Señores?
- Yo -dije - una cerveza sin alcohol, con gaseosa, en vaso grande.
- Yo -dijo Eduardo- un zumo de tomate.
- ¿Preparado?
- No, sin preparar, gracias.
El camarero lo anotó y se dirigió hacia el bar.
En ese momento, Eduardo y yo decidimos cambiarnos a una mesa próxima, un poco más sombreada.
Un niño de unos dos años observaba la escena de cerca, desde su cochecito.
Salió el camarero y depositó la cerveza, sin alcohol, con gaseosa y el zumo de tomate sin preparar, en la primera mesa a la que nos habíamos sentado. Dejó, asímismo, un platillo con la cuenta.
A continuación vino a nuestra nueva mesa.
- ¿Señores?
- Una menta poleo - dije
- Un té verde dijo Eduardo
El camarero lo anotó y fue nuevamente al bar.
Eduardo y yo volvimos a sentarnos a la primera mesa en la que habíamos estado. Sonreímos.
Salió el camarero y depositó la menta poleo y el té verde en la segunda mesa que ahora estaba vacía; y dejó sobre ella un platillo con la nueva cuenta.
Eduardo y yo nos llenamos de gozo; un gozo relleno de superioridad y picaresca.
El camarero volvió al bar.
Al poco rato salió con una cubitera que tenía dentro lo que parecía un picahielos. Se acercó a nosotros.
Con una precisión milimétrica, hincó el picahielos en la yugular de Eduardo. Tras unas breves convulsiones, murió prácticamente en el acto. Un gran charco de sangre acompañó su despedida.
Pasados unos instantes de desconcierto, yo me aparté unos metros, deprisa. Ya no le podía ayudar. Y no quería ser la siguiente víctima.
En ese momento, oí el llanto desconsolado de un niño.
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