Después de veinte días de estar metida en cama, con un miedo de espanto y con ninguna sonrisa reconocible, me envalentoné y salí de la casa, eran las 6:50 de la mañana y ande por la carretera de arena que había en frente de la casa. Anduve cincuenta metros y me desvié por otra carretera tipo sendero en los que podían circular los vehículos. Estaba amaneciendo, hacía tiempo que no caminaba tanto y me sentía cansada, fatigada e iba de forma desaliñada, en todos los sentidos. Escuche un bufido, una respiración, un ser vivo, en definitiva. La memoria se volvió no-memoria, la sensibilidad se volvió no-sensible, la voluntad se volvió no-voluntad, la imaginación me exploto cuando vi, cuando presencié a las claras del alba a un caballo tumbado en el filo del sendero.
Ella era blanca y marrón, tenía el pelo plateado. Era una hermosa yegua pia. Cuando la encontré estaba en un estado deplorable; tenia la piel en carne viva, disecciones en todo el cuerpo y magulladuras. Se estaba muriendo. Sentí una especie de desesperación y rabia, al ver semejante tropelía. Estaba sola y no sabía qué hacer. Corrí hasta la casa, cogí la carretilla antigua artesana de quitar la maleza y corrí otra vez, como nunca había corrido hasta llegar a donde estaba el animal, como pude, subí a la maltrecha yegua en la carretilla y la lleve a la casa. Que desde entonces también seria la suya.
Yo vivía entre el pueblo y la costa. Aquel día decidí a medio día ir al pueblo a comprar betadine y antiinflamatorios para yeguas. Y de paso también pensaba desplegar las orejas haber si se rumoreaba algo sobre el brutal suceso. Pero nada, me vine de vuelta sin saber nada.
Cuando llegue al campo me puse de cuclillas delante del animal y le dije: si sobrevive te pondré de nombre Leticia. Leticia era una granja antigua del siglo XIX de carácter idílico que quedaba cerca de donde la encontré.
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