LA VENTANILLA
Cuando aquella mañana me arreglaba el nudo de la corbata frente al espejo, antes de salir para la oficina, nada me podía llevar a imaginar que el día se iba a complicar de una forma tan inesperada.
Había tenido que dejar el coche en el taller la tarde anterior y tendría de coger el cercanías hasta la ciudad.
Salí con prisas y nervioso, pues no sabía exactamente ni la frecuencia de paso de los trenes ni cuánto tardaban exactamente en llegar a su destino. En la ventanilla de las oficinas de la compañía de ferrocarril, una chica vendía con aire distraído el billete a los viajeros que por edad, por falta de práctica o por desconocimiento no los compraban en la máquina situada junto a la puerta de entrada a la estación.
Cuando me tocó el turno, creía tenerlo claro:
Un billete para el centro. ¿Directo o con trasbordo? ¿Primera o turista? ¿Ida solamente? Ummm – dudé pues no tenía costumbre y no sabía.
La chica levantó los ojos de la pantalla y sonrió. Aunque era bastante joven, su mirada, pícara, dejaba adivinar un desparpajo que me desorientó y me mantuvo titubeando unos segundos.
No sé – dije -, lo que usted vea mejor. Trabajo en la Avenida de Francia y quiero llegar lo antes posible. ¿Cuánto tarda? ¿Qué diferencia hay entre turista y primera? Le dan el periódico, café y las azafatas son más guapas – rió descarada. ¿Cómo usted? Es posible.- Afirmó mientras imprimía el billete y me lo entregaba con el cambio
El trayecto transcurrió con normalidad. Principalmente el vagón estaba lleno de ejecutivos hablando por el móvil, trabajando en el portátil o leyendo las páginas de economía del diario.
El revisor no pasó y cuando anunciaron que el tren estaba llegando a la estación central, saqué el billete del bolsillo de mi camisa e iba a tirarlo cuando algo en él llamó mi atención. Anotados a bolígrafo había unos números. Y parecía un número de teléfono.
El corazón empezó a latirme con fuerza, se me secó la boca y los pensamientos empezaron a cruzar mi mente velozmente. ¿Era posible que aquella chica me hubiera apuntado su teléfono? ¿Sería simplemente la anotación casual en el primer pedazo de papel que encontró a mano de algún número que ella misma había necesitado? No pude dejar de pensar en ello durante toda la jornada. A medio día no pude probar bocado y, en viaje de vuelta, tomé la decisión. Nada más llegar a la estación iría a la ventanilla y se lo preguntaría de forma discreta.
Al llegar, apresuré mis pasos. Subí las escaleras y evité la salida directa al exterior, por donde la mayor parte de los viajeros salían también apresurados, cada uno por un motivo, pero principalmente por la inercia y el estrés acumulados durante todo el día.
Mi ímpetu respondía a otra causa …. ¿cómo diría? … más primaria. Aceleré el paso y en un instante estaba frente a la zona de venta de billetes. Me quedé parado ante de ventanilla cerrada. Un cartel colgaba y, con un pequeño balanceo por causa de la corriente de aire que entraba por la puerta principal, indicaba que el horario era de 8 a 15 horas y que fuera de ese horario debía usarse el autoservicio.
Me di la vuelta para dirigirme a la salida cuando una voz interrumpió mi marcha.
Hola, ¿qué tal la experiencia? – me preguntó la chica que horas antes me vendía un billete con el número de un móvil escrito en su reverso.
No me dejó seguir hablando. Cogió mi mano y con determinación empezó a caminar delante de mío, sin soltarme. Podía entrever perfectamente su silueta con aquella falta de tubo ajustada y la camisa blanca del uniforme, también ceñida y que trasparentaba una lencería mínima y juvenil.
Me empujó y cerró la puerta tras ella. En total oscuridad, sentí sus cálidos y húmedos labios, su lengua revoltosa y ágil jugando con la mía, y una mano que ya estaba abriendo la cremallera de mi pantalón y buscando mi pene que empezaba a endurecerse. La excitación del momento no me dejaba pensar y, como pude, me rehice y traté de recuperar el control. Pero ella estaba desenfrenada. Por sus jadeos adivinaba que su excitación era igual o mayor que la mía. De pronto la perdí de entre mis brazos y sentí todo el calor de su boca en mi miembro, que mojado ya, sentía a punto de estallar.
La cogí al peso, la giré y la penetré con vigor. Le di con todas mis fuerzas, como si me fuera en ello la vida. La agarraba por el pelo y ella gritaba “más, más, más”.
Se puso a cuatro patas y la monté con brío. Se la saqué cuando sentí que iba a correrme y ella se giró para que se la metiera por delante. Antes me incliné y pasé mi lengua por su salado coñito, totalmente mojado. El calor me llegó casi hasta la garganta. Chupé y chupé mientras ella gemía y se retorcía de placer. Sentía como todo su cuerpo empezaba a temblar hasta llegar al orgasmo.
Entonces, volví a girarla y fui hundiendo mi pene, duro como el metal, húmedo y lubricado aún, con algo más de cuidado, en su culo. Fue todo bastante rápido y, cuando empezó a decir no, el monosílabo se transformó en un profundo gemido que me hizo correrme al instante dentro de ella.
Volví a buscarla muchas veces, pero jamás volví a verla tras aquella ventanilla. El teléfono resultó ser el de un abogado laboralista que seguramente le habían recomendado en aquel su último día de trabajo en la compañía de ferrocarriles. Pero no había oído hablar de ella y no pudo darme ninguna pista.
- Cariño, ¿todavía no te han llamado del taller?
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