El sobre amarillento fue fácil de abrir. Con mucho cuidado desdoblé la carta tratando de no romperla. La hoja reseca mostraba el paso de los años. De más está decir que ya era tarde. Estas letras, de haber llegado oportunamente, hubiesen significado un giro en mi vida. Ahora no. Todo se ha arruinado: ella ya no está y cada día me siento más solo, más ermitaño, más olvidado. Hice un esfuerzo enorme por parecer indiferente. De reojo miré el sobre para confirmar si era de ella y no ponerme nervioso en vano. Sí, era de ella. La ansiedad me carcomía a pesar de mi pasividad exterior. Las manos me temblaban al comenzar a leer. Las primeras líneas eran cálidas, contenedoras, como un abrazo hecho palabras. Debo confesar que derramé lágrimas de tristeza y de rabia. La extrañaba y lo sigo haciendo, y no me explico cómo me olvidó tan rápido. No sé por qué ya no me visita, ni quiere saber de mí. No todo es culpa de ella. El servicio postal es un desastre, si hubiese llegado a tiempo…quién sabe. La parte que más me dolió rezaba: “...insisto, Amor, no vengas. Es muy riesgoso aventurarse…”. Me aventuré, sin saber, y ella tenía razón. Maldito cartero, siempre llega tarde. Ella la envió el 6 de febrero de 1937 y recién llegó hoy. Hoy. Un año y cuatro meses después del accidente que causó mi muerte.
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