ME RECUERDAS A ALGUIEN segunda parte
Por Luis Ignacio Muñoz
Enviado el 22/03/2018, clasificado en Cuentos
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El martes, el miércoles y el jueves tampoco salió. Hasta hoy viernes que se me ocurre acompañar a mamá, mi hermana y a Adelaida a la misa de seis. Ella entra a la iglesia con la altivez de sus tacones, la tentación de sus medias negras el cabello mojado, esa voluptuosidad en cada movimiento, ese escote. Nos sentamos dos bancas atrás, ella está al comienzo de la hilera y yo opté por lo mismo. Puedo verla de cerca aunque de espaldas, joven y llamativa antes que bonita, vestida de luto me da por pensar y de seguro es familiar de las viudas, lo noto en una vaga semejanza en la cara, exagerada la comparación me aventuro a creer al verla arrodillarse, su cabeza inclinada y otra vez de pie, las manos unidas. No puede ser cierta tanta casualidad pero ella es Ema, la misma del libro, la misma que quería pintar en mi retrato. ¿Una invención de Flaubert? Antes de terminar la misa sale a un lado, sin ruido, acaso sin movimiento cerca de donde estamos y se me queda mirando un instante como sorprendida de verme, como si me conociera de antes. Alcanzo a dirigirle una sonrisa de complacencia y me responde con un saludo en voz baja mientras se va, sola y cautivadora y otra vez sin saber hasta cuando, pero esto no es lo de menos, es que ahora Adelaida pregunta con disgusto que quien es esa, con ese estilo que utilizan siempre las mujeres para despreciarse entre ellas y le respondo que es Ema mientras mi madre responde que es la que llegó el domingo y se arma una zafarrancho porque dicen que como así que ya hasta le sé el nombre y les aclaro que me refiero a Ema Bovary, la de la novela pero cómo hacer que ellas me crean. Adelaida arremete que qué Ema ni que ocho cuartos, si ya llevo una semana preguntando por las endemoniadas viudas esas que hasta brujas serán pero ya esta bueno, se trata solo de un cuadro que quiero pintar y el motivo es Ema Bovary, me crean o no y por fin he visto a alguien que se le parezca, el resto no me importa. Adelaida no me dirige la palabra en todo el recorrido hasta nuestra casa. Entra a tomar una taza de chocolate y permanece en un taburete del rincón sin decir nada, ni mirar a nadie, absorta en la contemplación de la pared. Su traje azul pálido no le viene bien a su piel trigueña ni hace juego con su trenza que doña Antonieta todavía le amarra para ir a misa. Esa mujer es elegante, insisten mi madre y mi hermana y miran de reojo a Adelaida, pero ya no quiero que se hable más de ella, ya no me queda más qué pensar. Tampoco acepta mi compañía el resto del camino, se despide de mi madre, dice gracias y pide a Juana que vayan las dos solas. Vuelvo a dar vueltas por el pueblo, quiero estar largo rato conversado con los amigos de más confianza, una cerveza, entonces andan peleados, si, y por casi nada, pero el rato con ellos no se prolonga y regreso a casa, no puedo evitar la tentación de leer el capítulo doce de la segunda parte de Madame Bovary cuya presencia en muchas de mis noches y mi labor inconclusa de dibujarla en un lienzo que permanece en la buhardilla con los colores a un lado y los pinceles a la espera. Sin embargo siempre me hizo falta algo, tal vez cierta particularidad innata que la imagen omnipresente del libro no me ha dejado ver claro. Siempre me hizo falta ese algo y ahora lo estaba encontrando, estaba ya más cerca...
He vuelto a la iglesia a ver si la encuentro, un poco tarde por quedarme charlando en la cocina con mamá y mi hermana de Adelaida. He buscado a lo largo de todas las naves, de una en una. Las bancas ocupadas con los mismos de todas las misas a las seis. No ha venido. Hago uno de los recorridos diarios con cierta esperanza de verla en la calle de los Moros. La penumbra cubre los portales solitarios y callados como tantas otras veces. Quise pasar un momento a ver a Adelaida con la excusa de explicarle mi situación. Tampoco está en la casa, me dicen que ha salido temprano a visitar a mi hermana y a otra amiga sin saber en realidad a donde iría primero.
Al otro día vuelvo a la misa de la mañana, escalofriado, sin ganas de quedarme hasta el final y no tengo otro remedio. Apenas ubico puesto en las bancas de la mitad de la nave la veo al otro extremo de la fila con otra de sus faldas negras, la blusa con su tremendo escote disimulado por las solapas de la chaqueta, absorta y estática en toda la ceremonia, casi ausente. Ahora nada me detendrá en la salida, dispuesto a abordarla así no sepa cómo empezar alguna charla, Y vuelvo a pensar largo rato en pintar a Emma. Esperar, salir de allí y empezar. Empezar y esperar. Pronto acabará la misa. Salgo un poco adelantado para quedarme pendiente en la salida. Quiero verla aparecer como siempre, con sus tacones sosteniendo esas piernas que trato de imaginarme, esas caderas soberbias y ese escote. Se me alcanza a extinguir la respiración cuando esté cerca y me mire. Pero no, qué pasa, no lo entiendo, no la veo aparecer por ninguna parte, no ha salido y tampoco pudo quedarse adentro. No pudo ocurrir porque desde aquí la alcanzaba a observar. No pudo ocurrir. Pero ha sucedido. Nunca salió de la iglesia. Nadie la ha visto, es más, nadie asegura haberla visto en el pueblo, a excepción de mi madre, mi hermana y Adelaida que también han empezado a dudar. Incluso las malditas viudas tuvieron la osadía de tirarme la puerta en las narices antes de decirme que en su casa no han recibido a nadie en muchos años.
Lo único cierto es el cuadro, Ema bajo una llovizna grisosa que ahora se deja pintar de una manera tranquila, autentica como si mis manos se dedicaran sólo a retratarla sin que nada más cuente.
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