LA GOTA DE SANGRE

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Dicen que tan pronto terminó de declararse culpable, la mancha de sangre empezó a desaparecer del sombrero como si una mano invisible  la hubiera borrado con suma delicadeza. Hubo un largo silencio en el juzgado como si el asombro de lo que había dicho produjera un letargo del que nadie podía salir.

Los dos hombres que varios aseguran que eran hermanos, otros que eran compadres y algunos más en los últimos tiempos creen que el uno era liberal y conservador el otro, desde hacía ya mucho tiempo se tenían esa conocida enemistad. Pero ninguno lograba deshacerse del otro. Frecuentes las riñas, cotidianos los insultos y permanentes los encuentros.

Una mañana se cruzaron en el camino solitario. La ofensa y la provocación  parece que sobrepasó todo límite, si alguna vez lo hubo.  Pero estaban de acuerdo en no dejar huellas ni testigos y pospusieron la pelea por un rato aparentando seguir de largo. Era la ira, el deseo de matar o de morir, la fobia insoportable de verse cada día. Se buscaron de una casa a la otra yendo por rumbos equivocados. Después de un rato se cruzaron por fin cuando cada uno regresaba. El uno buscando por todos los resquicios de la vivienda sin encontrarlo, el otro de regreso de buscar en cada orificio posible también sin dar con él. Se enfrentaron en la soledad friolenta de la casa rodeados de la brisa  de la mañana gris.

A los golpes, a las cuchilladas, murmuran, a balazos, han contado también; una batalla ruidosa que nadie más escuchó, sin desfallecer ni rendirse hasta el final. Uno de los dos cayó al piso y no volvió  a incorporarse. El otro no vaciló mucho rato. Buscó herramientas, regresó al sitio, cavó un  hoyo en la tierra blanda. Lo llevó arrastrando de los brazos, lo tiró en el fondo y volvió a cubrir la fosa. Sintió que todo estaba consumado por fin y quedaba libre de la horrible mortificación.

Regresó a recoger su sombrero de fieltro tirado en el piso. Lo levantó, parecía nuevo. Apenas una gotera de sangre como única huella del pasado, como único vestigio de la contienda reciente, impregnaba la copa a la altura de la frente. Bueno, algo tenía que quedar, pensó y recogió una manotada de tierra del suelo para restregarla en el sombrero mientras encontraba agua, al menos disimularla por si acaso aparecía alguien en el camino. Alcanzó a quedar casi borrada del todo sin que se notara. De todas maneras había que limpiarlo con toda minuciosidad. Llegó primero a un riachuelo de corriente algo turbia, se arrodilló en la orilla, se quitó el sombrero. Al ir a echarle la primera manotada de agua comprobó angustiado que otra vez la mancha de sangre lo impregnaba como si nunca hubiese intentado desaparecerla con la tierra. Estaba aún fresca, aún tibia, como trágica evidencia que acababa de matar a un hombre en su propia casa.

Lo lavó con esmero simulando calma hasta eliminar el más insignificante rastro. De nuevo se lo puso y regresó a su casa, pero ya no estaba para nada tranquilo. Pensaba con repugnancia en la gota de sangre, en su extraña reaparición, en lo raro que podía ser. La idea no lo abandonó durante el trayecto de vuelta, al contrario, se le metía más en la cabeza hasta volver a quitarse el sombrero con presentimientos trágicos. Y sucedió, ahora un escalofrió le estremeció todo el cuerpo. Sucedió, la gota de sangre estaba de nuevo en el sombrero, otra vez tal y como si nunca la hubiese borrado; igual de fresca, sin que el viento ni el sol la secaran. Pensó ahora en el agua turbia de la quebrada, tal vez un descuido o en varias gotas más en el sombrero.

Fue corriendo hasta el río, debía acabar con esta pesadilla pronto. No sólo lavó la gotera sino también el ala, la cinta, el forro interior, en fin, todo. Regresó a la casa. Por el camino a medida que iba secándose descubrió que reaparecía semejante a una gotera de roció pero se hacía mucho más grande. Se devolvió al río, no a intentar lavarlo de nuevo, esta vez tomó otra decisión. Al llegar a la orilla lo lanzó en lo más impetuoso de la corriente. No se alejó hasta verlo hundido y arrastrado aguas abajo.

Estuvo en la casa al atardecer. El resto del día lo pasó sin tropiezo alguno. Dio un paseo, se encontró con algunos amigos, conversó un rato. Fue al ir a acostarse. Ya había oscurecido, parecía no recordar nada. Junto a la cama, sobre el piso volvió a encontrar el sombrero bien lavado, recién seco, casi nuevo pero con la gota de sangre a la altura de la frente.  Perplejidad, asombro, estupor, miedo. Un poco, tal vez, sin embargo se consideraba un hombre demasiado valiente para sucumbir de esa manera. Sacó una pala y un azadón, fue a la huerta de la casa alumbrándose con una vela, cavó un hueco profundo, echó el sombrero y lo tapó con la tierra. Encima puso varias piedras grandes.

Pasó una noche intranquila, casi delirante, el único sueño fugaz fue interrumpido por los rayos del sol en la ventana. Amanecía un día alegre, brillante. Se levantó dispuesto a desayunar ligero y a irse al mercado al pueblo. Allí, pensó, compraría algunas cosas, se encontraría con algunos amigos, se tomaría unas chichas y se distraería un poco. Pensó llevarse una ruana nueva con un sombrero que guardaba reservado apenas para ir a misa los domingos  y algunos jueves como ese día, para irse hasta el pueblo. En el suelo, frente a la cabecera estaba el sombrero, impecable como siempre, sin ningún rastro de ajetreo y la gota de sangre. Esta vez se acobardó un poco. Creyendo en alguna extraña broma salió a la huerta a mirar. La tierra removida y las piedras encima seguían igual. Pensó en algo trágico, un presentimiento, cosas que estaban más allá de la muerte.

Hizo una hoguera en el patio, le atizó cuanta leña pudo y lo echó  entre las llamas. No se movió un momento, quería estar bien seguro de que no quedaría nada. Se consumía la leña, el sombrero iba deformándose a medida que lo devoraba el fuego, hasta desaparecer por completo. Llamas, leña, sombrero. Sólo una pila de ceniza quedó amontonada en el piso terroso. Lo esparció con los pies y de nuevo vio que no quedaba nada.

Se fue a pie por el empedrado rumbo al pueblo. Le renacía la tranquilidad, sentía olvidarse todo lo anterior.

En la primera encrucijada el sombrero apareció en la mitad del camino. Parecía más renovado, su aspecto pulcro y la gota de sangre como una salpicadura reciente, como si lo acabara de matar. Pasó por un lado y caminó más de prisa, quería llegar al pueblo, huir después no sabía a donde. En la siguiente encrucijada, en la encrucijada posterior y en todas hasta llegar al pueblo volvió a encontrarse el sombrero tirado en el piso. Comprendió que no tenía escapatoria. En el último cruce del camino alzó el sombrero, lo llevó en la mano y se fue en busca de las autoridades.

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