LA MALA EDUCACIÓN 1

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Un día cualquiera del año 1990, Miguel  que era un hombre de cuarenta años el cual trabajaba de

funcionario en el Ayuntamiento de su ciudad, se encontró casualmente en un bar al que solía ir a

desayunar al viejo maestro de sus primeros años en la escuela. Éste era un hombre que aunque

ya contaba con ochenta abriles aún conservaba un cuerpo erguido que denotaba una buena

salud,  y  pidió al camarero un vaso de café con leche. 

Entonces de súbito Miguel un escalofrío que se instaló en su estómago, por lo que abandonó

enseguida aquel local.

Durante el camino de regreso a su oficina le vino a la memoria de una manera insistente la

desagradable  educación de aquel maestro llamado Domingo, que bien podría ser el paradigma de

muchos otros colegas en aquel lejano tiempo.

Miguel conoció a dicho docente en una Escuela privada a la que asistían muchos hijos e hijas de

las familias del barrio cuando éste era el director de la misma. Pero Miguel ignoraba que si en

los años de la República la enseñanza académica había evolucionado considerablemente 

centrándose en una tan buena como realista educación del alumno, en aquel entonces bajo el

influjo de una agresiva política estatal sucedía todo lo contrario. Se había vuelto al rancio

concepto de que el niño era como un árbol torcido que necesitaba un palo para enderezarle.

Por tanto aquella idealización que se pregonaba de que el maestro amaba a los niños y se

mostraba solícito a sus requerimientos, a sus  dudas; o que les enseñaba a pensar era una

soberana mentira que no tenía nada que ver con la realidad.

Lo corriente en la mayoría de las Escuelas era que los maestros pegaran sin ninguna

consideración, sin medida, y con rabia a los alumnos más revoltosos, o a los que eran más lentos

en aprender, sin que ellos tuvieran ningún derecho a protestar.

- Quién no haya entendido el significado de esta lección, que pregunte - decía el  señor Domingo

con una regla en mano.

Mas si al  alumno más despistado; y sobre todo si era de una clase social más humilde se le

ocurría preguntar, el maestro le increpaba enfurecido, puesto que por su culpa no se podía lucir

con sus padres:

- ¡Es que no escuchas cuando hablo! ¡ Siempre serás un inútil que no hará nada bueno en  la

vida - le humillaba el maestro.

Y es que para estos maestros la sutil pedadogía de un afrancesado Piaget que contemplaba la

psicología infantil, y de otros especialistas no era otra cosa que vanas teorías que no valían  para

nada en la práctica, porque lo que para muchos docentes contaba era la ruda educación que

habían recibido de sus progenitores de muchos míseros pueblos del país; que por otra parte

aunque fueran unos linces en Ciencias no se sabían explicar y hablaban desordenadamente. En

consecuencia el alumno lo que aprendía era a no preguntar para ahorrarse un rapapolvo.

En una ocasión Miguel pasó por delante del patio de recreo de su Escuela, y vio tendido boca

arriba en el suelo a un alumno a quien una joven maestra con un pañuelo mojado con agua

intentaba cortarle la sangre que manaba de su nariz. Se trataba de su íntimo amigo Manuel con

el que había compartido un sinfín de juegos, que debido a algo que habría hecho había recibido

de su profesor tales bofetones que le había provocado aquella sangría. Y no era el único caso.

- Papá el  maestro me ha pegado- se quejaba cualquier niño ante su padre a la hora del almuerzo

buscando un apoyo afectivo, una protección.

- ¡Ah! Será porque te lo habrás merecido - respondía su padre impertérrito puesto que la

autoridad del maestro era incuestionable.

Un día  Miguel  presenció en la Escuela una insólita situación. Resultó que el señor Domingo - el

director - fue a visitar el aula de los alumnos mayores, y tuvo un serio altercado con uno de sus

maestros empleados delante de sus dicípulos.

-¡Señor Domingo, hace ya medio mes que me dbe unos atrasos de mi sueldo anterior que me

hacen falta! - le reclamó ásperamente el maestro, que era un hombre alto y calvo.

- Pues ahora no le puedo pagar porque me ha  salido unos gastos imprevistos. Tendrá que

seguir esperando - respondió el señor Domingo irascible.

- ¡Pero es que yo necesito el dinero! No voy a consentir que me explote. ¡Es usted un ladrón!

- ¡Usted no es nadie para insultarme, y menos en mi casa! ¡Márchese de aquí inmediatamente,

sinvergüenza! ¡Fuera! - gritó desaforadamente el director, mientras que los alumnos temían que

el enfado de aquel hombre lo alcanzara a ellos como si de las ondas expansivas de una bomba se

tratara. 

El profesor empleado tomó su abrigo y su sombrero, y salió de allí dando un sonado portazo.

                                  


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