El venerable maestro Juan Buridán

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El venerable maestro Juan Buridán, nacido en el Artois cuando moría el siglo XII y muerto, Dios sabrá dónde, después de 1358, abanderado de los terministas y dos veces rector de la Universidad de París, hizo en vida más que suficientes cosas como para quedar en el recuerdo, con frecuencia ingrato, de los tratados de filosofía. Sobre asociar la lógica y la gramática, empeño que no le han sabido agradecer bastante los fanáticos del primer Wittgenstein, Buridán formuló con sorprendente acierto los principios básicos de la cinemática cuando aseguraba que el ímpetu de un móvil es proporcional a la cantidad de materia que contiene y a la velocidad que le comunica su motor originario. Para completar el cuadro se esforzó en demostrar que ni un solo pasaje de la Biblia obliga a suponer que las esferas celestes sean movidas por inteligencia alguna, ni, por tanto, nos impide pensar que deban sus trayectorias al concurso de unos parecidos ímpetus más o menos prosaico.

Pese a todo, el maestro Juan Buridán no es recordado por los filósofos del lenguaje, ni por los físicos, ni por los astrónomos, y su memoria va ligada a una de las paradojas con las que se entretienen los lógicos: la que se llama con la frase que llevó este título. Juan Buridán jamás escribió una sola línea acerca de asno alguno, y, al comentar el segundo de los cuatro libros aristotélicos, usa como ejemplo un perro. No dudo que de ahí pudiera obtenerse alguna que otra oportuna moraleja sobre las efímeras glorias mundanas.

El asno de Buridán ilustra la miseria que acecha a los indecisos. A medio andar de dos idénticos y equidistantes montones de heno, el asno de Buridán se moriría de hambre en la duda de hacia dónde tirar, sin razón alguna para la preferencia del camino. El menor soplo de viento o el más mínimo destello entre las briznas podrían resolver la incertidumbre, pero las leyes de la mecánica imponen su despótica e inexorable fuerza, y el asno muere de hambre pese a estar rodeado de nutritivos recursos de vida.

Los críticos de esta paradoja afirman que las decisiones humanas pocas veces se parecen a la de nuestro burro, con permiso de Buridán. Dicen esto porque las decisiones humanas no se basan en una diferencia objetiva de valor, sino en una percepción de la de diferencia de valor. Aun así, todos seguimos conociendo a personas que frente a dos opciones y sobre las que tienen una preferencia clara, no se terminan de decidir.

Políticamente se puede preguntar si los hombres no estaremos metiéndonos en un universo de Buridán en el que lo enojoso de la elección nos aboca a un cómodo y definitivo sopor intelectual y moral. Cada vez más se va perfilando la idea de que la opinión pública, la llamada opinión pública, no es tanto la de un público más o menos dispuesto a manifestar sus ideas, sino, muy al contrario, la que se hace públicamente universal a través del uso de esforzados voceros y de medios técnicos capaces de imponer el criterio, incluso con violencia. Encontrar hoy un líder no es cosa fácil. Buscar un líder es, en no poca medida, una tarea que conduce a la posibilidad de abdicación del propio juicio a cambio de absorber todo lo que el ídolo vaya aireando. Ni siquiera pasa él mismo de ser más cosa que un portavoz autorizado, ya que tanto sus gestos y actitudes como sus pensamientos y discursos son elaborados y ensamblados, tras el telón, por un equipo de técnicos de publicidad de las ideas que actúa de forma ni siquiera vergonzante. No faltará quien piense que para este viaje sobraban todas las alforjas del asno, si al fin y a la postre iba a terminar dudando de hacia dónde tendría que volcar la carga.

El asno de Buridán nos ha de servir, al menos, para  hacemos recordar que no basta el tener dónde elegir para acabar con las miserias de la tutela, ya que en realidad esos asnos no hacen sino suponer que lo que se ofrece es, se mire como se mire, una y la misma cosa. A la inicial perplejidad ante lo que encontramos envuelto y adornado con los atractivos colores que se cuecen en las oficinas de imagen pudiera responderse, sin duda, con la sabia estrategia de la indiferencia. Pero sería inútil hacer de ella la cifra mágica de la salvación.


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