UN ATAÚD EN LA CARRETERA

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Ya casi era media noche, el resplandor intenso de la luna iluminaba el camino empedrado por entre las ramas oscuras de los eucaliptos y las sombras transparentes se dibujaban en el suelo como muy pocas noches. Nicolás había sido el último en salir de la tienda y recordaba que al despedirse todas decían no explicarse por qué las horas pasaban más rápido cuando nadie trabajaba y todo estaban contentos como esa tarde después de salir de las labores diarias, igual que tantas otras tardes tomando unas cervezas en El Resbalón. Llevaba caminando largo rato desde la tienda cuando llegó a la entrada de la finca que se llama Verdún con su vieja mata de bejuco enredada a un espino  que servía a la gente para escampar de los aguaceros y tenía forma de bohío.

Tan acostumbrado a ver siempre los eucaliptos de la orilla, el espino y la soledad del camino iba a paso tranquilo sin fijarse en nada hasta que justo a la entrada, a unos metros de la enorme mata se le apareció un ataúd negro como el azabache tirado en el camino. Del susto lo único que se le ocurrió fue pasar por un lado y correr  todo lo más rápido que pudiera, sin embargo, entre más intentaba acercarse a la otra orilla donde la carretera estaba desierta, el ataúd se le atravesó. Volvió a hacerse por el otro lado pero de nuevo no lo dejó pasar. O el ataúd se había movido con él o en ningún momento cambiaron de sitio, nunca pudo  explicarlo.

Un extraño sopor como bruma densa le fue anegando el entendimiento. Quiso andar, ahora el camino se le ensanchaba, ya no se veía la hilera de eucaliptos altos ni el matorral en forma de choza de la entrada de Verdún, ni el ataúd estaba atravesado en el camino ni le cerraba el paso… porque  en ese momento volvió a salir de la  tienda El Resbalón, tal y como si nunca antes se hubiera ido. La puerta estaba cerrada. Llamó desde el patio, señora Ana Delina ábrame que vengo de ver algo horrible en el camino, ábrame. Se acercó y golpeó insistente. Luego esperó largo rato y volvió a insistir, señora Ana Delina, no me puedo devolver. Nadie le respondió ni se levantaron a abrirle. Apenas la soledad de la noche llenaba de sombras la vieja vivienda de paja y adobes.

Decidió regresar de nuevo a la casa yendo más de prisa por el camino. Esto tampoco lo pudo entender el resto de su vida ni los que lo escucharon contar la historia, si por entre los deshechos  hubiera podido llegar también. La luna seguía iluminando como una linterna lejana la expansión de los trigales maduros. Un viento suave mecía las ramas de los viejos eucaliptos. Poco rato demoró en llegar a la entrada de Verdún con su portón amplio, el bohío de enredaderas y otra vez el ataúd atravesado en la carretera en aquel momento indeterminado, lo hicieron detener su caminata. Igual que antes trató de esquivarlo pasando por un lado. Como si se le atravesara a lo ancho del camino le cerró el paso y sintió que la lengua se le ponía como una piedra. Una angustia que le puso a temblar hasta la ruana lo hizo quedarse un instante de pie frente al ataúd. Un instante porque en ese momento algo como un vahído le nubló la visióny creyó que iba a caer en algo profundo parecido a un zanjón en el borde de la vía. Pero no. Otra vez resultó saliendo de la cantina El Resbalón. De nuevo golpeo con más fuerza señora Ana Delina ábrame que ya he visto dos veces ese condenado ataúd, pero la casa le pareció desocupada y la soledad se hizo más grande. Pasó un buen rato lleno de demasiada quietud. Nada por ningún lado, por qué no me quiere abrir, señora Ana Delina, pero  tampoco, fue como si ella ya no viviera en aquella vieja y fea casa de la que había salido hacía apenas un rato. Decidió regresar. Ahora eran sus pisadas en el empedrado rompiendo el silencio a lo largo de la carretera hasta llegar al frente de la entrada de Verdún. La mata de espino enredada de bejuco alrededor y el ataúd por tercera vez cerrándole el paso.

 Fueron siete o fueron nueve veces, no podía evitar el miedo cuando recordaba y creía haber perdido la cuenta al ir en seis y la señora Ana Delina y el marido juraron siempre que nunca se escucharon ruidos fuera de la casa a pesar de que ella dormía apenas un par de horas y le repetía, pero Nicolás, usted no se fue tan borracho esa noche, pero no importaba ya. Sólo hasta la madrugada en el momento en que cantaron los gallos y empezó  desaparecer aquel extraño silencio pudo regresar a la casa. Decían los vecinos que madrugaban al trabajo que lo vieron pasar a toda prisa como si alguien lo fuera persiguiendo y no podía hablar.

Al llegar al patio  cayó en el suelo como si descargaran un bulto de papa y la esposa creyó que se iba a morir de algún ataque, pero era el frio de la madrugada el que lo hacía sentir las partes del cuerpo pesadas como rocas cuando intentaba hablar.

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