Comenzaba a llover de nuevo. Las botas de los soldados se hundían en el barro. Los rostros sucios y tristes de los prisioneros parecían soportar cansados las frías y crueles gotas de agua. Llevaban caminando ya demasiado por aquellas hostiles y mancilladas. Los grises paramos parecían tan infinitos y desolados como los infiernos. Las filas de los condenados iban sembrando de cadáveres las lindes de los empantanados caminos.
Pobres diablos, pensó el capitán de sus hombres, parecen tan derrotados como el enemigo.
El cabo herido dejaba caer lágrimas de hielo que empapaban sus ensangrentados vendajes mientras observaba indiferente a los prisioneros.
Tres soldados reían enajenados con ojos febriles comentando las violaciones que habían perpetrado en el último pueblo; el cuarto soldado se había suicidado y las mujeres habían devorado el cadáver para alimentar sus profanados cuerpos.
El sargento iba murmurando con lengua de trapo. Todos muertos, todos muertos, susurraba acariciando distraídamente las vendas del muñón infectado que había sido su brazo izquierdo.
Un avión de reconocimiento sobrevoló como un buitre victorioso la larga columna de despojos humanos. El capitán levantó la vista al cielo. Cuando llegaremos, pensó, cuando acabará tanto sufrimiento.
La guerra ha terminado, le habían dicho. Sonrió amargamente. Idiotas, dijo en voz baja, las guerras no terminan jamás. Por el rabillo del ojo vio que el teniente, que caminaba a su lado, aferraba con su mano derecha el crucifijo que llevaba al cuello y movía los labios rezando en silencio.
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