Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany (24 de julio de 1878 - 25 de octubre de1957), dramaturgo y novelista anglo-irlandés, conocido sobre todo por sus cuentos maravillosos me dictó un sueño ayer noche; tuve que levantarme como en trance y desplegar temblorosamente una escritura automática:
y corrieron desbocados en su gran carromato. Los grandes elefantes aullaban de espanto ante las flechas endiabladas de aquellos demonios al galope que los empujaban hacia el abismo desde el que rugía un mar negro de muerte, que enviaba olas como montañas oscuras y heladas. Llegaron siguiendo las profecías, buscando aquel barco que venía de más allá para salvar el mundo, pero sólo hallaron una flota destruida en la bahía y un cielo de tormenta que empezó a descargar su furia. Entonces había empezado el ataque.
Finalmente, cayeron. Era tal el fragor que ni se oyeron los gritos de triunfo de las ingentes hordas que les habían dado acoso. Cabalgando sobre las olas, sin embargo, ocurrió el milagro: ¡flotaban! Ese gran carro en el que habían viajado todo el tiempo era en realidad un barco, ¡era un barco! La manada de nobles elefantes nadaba con fuerza, las grandes telas cuadradas que en tierra habían servido para apropiarse de la fuerza del viento y aligerar el enorme peso de la ciudadela rodante eran realmente velas, henchidas por el huracán, pero no destruidas
Fue entonces cuando se abrió el cielo negro, y una cegadora luz brilló hasta iluminar como un fuego incandescente la torre más alta de la nave. En ese claro rodeado de oscuridad, de acerados brillos, de esas diez mil plagas de lluvia y meteoros, rompió centelleante el sol; y entonces supieron: ¡aquélla era la señal! ¡las leyendas estaban equivocadas! ¿Ellos eran los elegidos? Y un terror sin nombre se apoderó de sus almas:
Pues ellos eran completamente ignorantes, simples creyentes en una última esperanza; por eso habían seguido los caminos de las viejas historias y habían llegado después de innumerables lunas e interminables penalidades a aquella bahía; de eso estaban seguros: ése era el lugar; todos los signos lo atestiguaban; pero sólo habían hallado destrucción
Y los dioses se habían equivocado los signos seguían su curso, se revelaban, se daban milagrosamente a ver pero no se trataba de otra cosa que un encadenamiento vacío sin objeto, sin consecuencias, sin esperanza un mundo vacío en el que los Acontecimientos que tenían que ocurrir se sucedían según lo cantado en las sagas, pero que ahora se posaban sobre lo único que quedaba allí con vida: ellos los dioses eran ciegos...
Y poco a poco esa luz que iluminaba su lucha contra las olas, esa luz que les ungía a pesar de que ellos sabían que no eran los escogidos, esa luz que era el signo del Advenimiento de aquél que aparecería, que sabía, que ahora desplegaría un gesto cargado de Destino, de liberación, se fue apagando lentamente y el cielo reventó con un trueno espantoso, y la tormenta redobló su ímpetu, y todos ellos y sus animales iban desfalleciendo poco a poco, cediendo a las embestidas, con la confusión adueñándose de sus espíritus y sus cuerpos ya casi inertes
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