A Don Anselmo le gustaban las estaciones de tren, sobre todo las antiguas, las de toda la vida. En ellas encontraba una grata sensación de independencia y libertad a pesar de estar rodeado de gente. Eran impersonales, pero eso era precisamente lo que él agradecía. No era una persona huraña ni excesivamente solitaria, pero le encantaban sus parcelas de soledad; y en estas estaciones las encontraba.
Don Anselmo tenía 77 años; llevaba doce años jubilado. Había sido maestro, también maestro de los de toda la vida. Había tenido altibajos, se había cansado mucho en ocasiones, pero siempre había estado orgulloso de su profesión y la había disfrutado.
Don Anselmo estaba convencido de la importancia de la educación, de las bondades del conocimiento. Creía que la ignorancia había sido la causa de la mayor parte de los males de la humanidad, de las envidias, de los odios, de las guerras. Por eso se había empeñado en que sus alumnos aprendieran; aprendieran historia y geografía, las materias que más veces había impartido. Siempre se había preocupado, casi se había obsesionado, de que los alumnos entendiesen las causas, las razones de las guerras, de los aconteceres de cualquier tipo, del papel de las religiones en la historia del mundo Disfrutaba cuando sus alumnos comprendían la esencia de la historia. No era imprescindible aprenderse listas de nombres de memoria, sino entender, saber.
Su mujer, Jacinta, había sufrido un derrame cerebral hacía siete años y la pobre se había quedado casi como un vegetal. Estaba todo el día en cama; una mujer de los servicios sociales del ayuntamiento iba una vez al día durante dos horas, a su domicilio y se encargaba de ella. El resto del día era Don Anselmo quien se ocupaba de ella, pero no le daba mucho trabajo, la pobrecita. Don Anselmo estaba convencido que le podía oír y entendía sus palabras, pero nunca había tenido una prueba de ello. Jacinta siempre estaba quieta mirando al infinito a través de la pared de la habitación, con la boca entreabierta. Don Anselmo la hablaba, le contaba lo que hacia, le decía si el tiempo era bueno o malo, le relataba las principales noticias, las que a ella le podían interesar, le recordaba con inmenso cariño, momentos de su juventud en los que fueron tan felices. Y a Don Anselmo se le escapaban las lágrimas porque él la quería, la seguía queriendo; de otra forma claro está; no con el furor pasional de sus años jóvenes. Lo de ahora era cariño, ese precioso sustituto del amor que las buenas parejas saben labrar con el paso de los años.
Don Anselmo y Jacinta habían tenido un hijo, Luis. Había sido muy buen hijo; durante muchos años formaron una familia casi perfecta. Ellos dos y Luis. Pero Luis se casó; hacía ya más de treinta años y tuvo que ir a vivir a otra ciudad. Luis les había dado tres nietos Daniel, Ernesto y la pequeña Patricia. Se veían una o dos veces al año, pero Don Anselmo hablaba por teléfono con Luis, con su nuera y con sus nietos, por lo menos una vez a la semana. Siempre le trataban muy bien, le preguntaban por la abuela
La estación estaba a diez minutos de su casa. Ya no era lo mismo que antes, pero mantenía el espíritu imborrable de las eternas estaciones de tren, lugares de encuentros y despedidas, lugares de soledad compartida, lugares para leer y pensar
Siempre se sentaba en la misma zona de bancos. Tenía que ser allí. Allí encontraba lo que buscaba
A Don Anselmo siempre le habían gustado mucho las mujeres, pero nunca le había sido infiel a Jacinta hasta el derrame cerebral. Había tenido tentaciones; aquellas chicas jóvenes con sus faldas cortas Cuantas horas había pasado tratando de ver algo más en el fondo de aquellos muslos tersos, excitantes, que las muchachas exhibían con absoluta normalidad.
Después de que Jacinta quedase imposibilitada no había podido resistir la tentación y empezó a ir a locales de chicas, clubs Al principio pasaba una vergüenza horrible. Se sentaba en un taburete y esperaba. Cuando se le acercaba una chica, se ponía nervioso, se excitaba. Cuando ellas, sensualmente le ponían sus muslos entre sus piernas y le rozaban su verga, él veía el cielo. Notaba como todo su cuerpo se erizaba, sentía su virilidad. Cuando ellas le susurraban cosas y acercándose mucho, le acariciaban el cuello con sus maravillosas manos o le tocaban los brazos o su pecho con sus senos, él sentía derretirse por dentro, sentía un placer que nunca había sentido. Eran momentos de auténtica felicidad. Aquellas chicas jóvenes eran pedacitos de cielo que él recibía quizá como recompensa a toda una vida de trabajo. Se fue acostumbrando.
Había disfrutado mucho, aunque muchas veces, en el mejor momento le venía el recuerdo de su Jacinta y la cosa cambiaba, muchas veces se acababa.
No tenía remordimientos por ir a aquellos clubs. El no hacía daño a nadie y su pensión se lo permitía. Muchas veces pensaba que Jacinta hubiese aprobado esos desahogos.
Sin saber cómo ni por qué, sus impulsos sexuales fueron evolucionando. Empezó a mirar, primero con cierta morbosa curiosidad, después con deseo, a aquellos jóvenes de unos veinte años, que parecían modelos, con esas barbas incipientes, esos pelos deliberadamente despeinados, esos cuellos fuertes, varoniles esas piernas embutidas en ajustados pantalones vaqueros, marcando sin ningún pudor sus abultadas partes genitales
Su mente rompió con todo lo anterior, su sexo quiso volar y él lo dejó volar sin cortapisas. Empezó a pensar por las noches en aquellos muchachos Se masturbaba pensando que les acariciaba, que le acariciaban, que explotaban juntos.
Dejaron de interesarle los clubs.
En el banco de enfrente se sentó un esplendido y simpático muchacho. Era David. Se miraron, se sonrieron, se levantaron. Empezaron a andar juntos en la misma dirección.
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