Eso por saber (2)

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Más adelante insistió en qué como me parecía la huerta. Entramos por la parte trasera de la casa. Otra especie de patio cubierto donde guardaban el maíz después de asoleado. Durante el almuerzo dejamos nuestra charla y se habló de cosas más comunes y corrientes. Los dos se contradecían y burlaban de sus ocurrencias. Ninguno parecía recordarla. Volvimos luego a sacar lo que quedaba de la raíz y el viejo reanudó su repertorio de historias. Otra vez sobre mujeres parecidas a Magdalena pero atraídas hacia él como moscas a la miel debido a su secretico. Volvía a su risa tozuda de motor de carro viejo, porque las mujeres como ella no servían sino para eso.

Las nubes se pusieron más oscuras y el aguacero cayó sobre nosotros como una ráfaga de chorros gruesos y helados. Nos fuimos corriendo hacía la casa. Ya la mujer había entrado el maíz del patio. No sentamos un poco en la enramada, mandó traer más chicha y cada rato llenaba dos jarrones de vidrio. Tomábamos mientras dejaba fluir cada historia de sus mujeres que acaso resultaban ser la misma. Poco a poco la tarde fue evaporándose. Afuera no cesaba de llover. Escuchábamos el golpeteo de los chorros cayendo del tejado. El horizonte estaba inflamado de gris oscuro y empezó la ausencia de las horas cuando no se sabe si son las cinco o el reloj marca las tres. Y yo no quería que se acabara tan pronto ese día. Incluso ya me empezaba a sentir mareado de tanta chicha que tomábamos a pesar del frío. Como me costaba trabajo retornar al viejo a lo de antes, tampoco quería dejar escapar nada de cuanto estaba viendo, acaso pensando ya en la última vez. Retener en la memoria lo máximo posible esos corredores que albergaron durante tantas horas la sombra perfecta de ella. Sus noches en la habitación encalada y húmeda. Esas telarañas extendidas en los rincones altos del techo y su voz retumbando en los ecos de las paredes huecas. Ahora era la lluvia cacheteando con su alboroto incesante el tejado viejo y se descolgaba hasta caer en el patio. Esos chorros abultados que poco a poco va consumiendo la tierra. Empecé a sentir la brisa fría mordiéndome la carne.

--¿Pero qué pasó con Magdalena?

--Pues nada, señor.

--¿Cómo así?

--A esta misma hora debe estar mirando este mismo aguacero mientras se pinta.

--¿Pero en dónde?

--En Bogotá, dicen que se fue con otro poco de vagamundas. Eso es lo que es mi sobrina, señor.

Vi al viejo bajar un poco la cabeza y quedarse callado. Igual me pasó a mi. Su última frase quedó dando vueltas como una ruleta entre mis pensamientos. Si no hubiese sido por aquella cita hacía ya quince días también la creería en Bogotá paseando por el centro con sus faldas hasta el piso con ese par de atrevidas aberturas a cada lado. Pero no. Magdalena ya no era posible.. La culpa fue de la cita en el claro del monte y mi llegada tan temprano, lo justo para ver de cerca ese par de piernas delicadas haciéndose piruetas en el aire mientras atenazaban el cuerpo de mi hermano menor tendido bocabajo. Guardé silencio hasta la culminación de su engaño. Los vi incorporarse despacio, vestirse sin decir nada. Él se fue presuroso loma abajo hasta cuando ya no percibí su presencia. Ella se quedó arreglándose con su minuciosidad de cada día. Como de costumbre me le acerqué mostrándole buena cara, quise sentirla en mis manos, acariciar ese cuello de porcelana antes de apretar y contener mi respiración ante su fragancia contaminada de sexo, sudor y menjurjes para enredar a los hombres en su telaraña. Ahora me duele recordarlo, pero quise que fuera con rapidez, que se ahogara pronto y dejara de patalear, tratando por instantes de no mirar su cara no sea que me fuera a abandonar aquel horrible sentimiento y me alcanzara a arrepentir. Ser duro, ser duro, duro... hasta que se desvaneció y ya todo arrepentimiento se volvía imposible. No sé cuándo eliminaré mis últimas esquirlas de odio y remordimiento que aún me carcomen los intestinos.

--Tal vez tenga usted razón --le dije al viejo antes de irme por la carretera, un poco más aliviado después de oír su historia.


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