CONFIANZA CIEGA

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Fred abrió el maletín. Había dos botellines metálicos. En el primero se leía invisibilidad y en el segundo visibilidad. Y una nota manuscrita que rezaba: Fred, estimado colega, creo haber encontrado la fórmula definitiva de la invisibilidad y su antídoto. Todavía los resultados no han sido verificados, pero estoy seguro de que sus composiciones son las adecuadas. El gobierno quiere arrebatármelas al precio que sea. Mi vida corre peligro, he huido lejos, pero no conseguirán encontrarme. Es de vital importancia que mantengas el maletín a salvo, no dejes que caiga en manos de los agentes, están dispuestos a todo. Protégete. Tu amigo, Karel. PD. Quema esta nota.

         Fred se quedó paralizado preguntándose cómo Karel había conseguido dar con las fórmulas y cómo el gobierno había logrado descubrir su hallazgo. Siempre sospecharon de Johan, aquel químico que entró en las instalaciones en sustitución de Willy y al que nombraron ayudante del departamento de ensayos en química-orgánica, aunque nunca pudieron probar nada...

         Ahora reaccionó tomando el mechero de su bolsillo y prendiéndole fuego al pequeño manuscrito. A continuación escondió el maletín en el falso techo de la habitación y se sentó en la cama. Todavía recuerda los debates intensos que mantenían en el laboratorio secreto junto a otros colegas sobre los hipotéticos efectos de la invisibilidad en el cuerpo humano. Karel sostenía que al volverse uno invisible también lo hacen sus ojos porque para ver correctamente es preciso que los fotones de luz colisionen contra el epitelio pigmentario, una capa que permite que esos fotones reboten en las células fotorreceptoras encargadas de transformarlos en impulsos eléctricos dirigidos al nervio óptico. Por lo tanto, y aquí es donde Karel insistía con más firmeza, si el epitelio fuera invisible, la luz no rebotaría en él y la información no llegaría al nervio óptico ni por ende al cerebro, cosa que convertiría al individuo invisible en un invidente. Y añadía que en el supuesto caso de que el invisible pudiera ver, acabaría quedándose ciego igualmente debido a que sus párpados serían también invisibles, permitiendo a la luz chocar contra el epitelio las veinticuatro horas del día.   

         De repente, Fred escuchó un chirrido fuerte de neumáticos, se levantó de golpe y pudo advertir a través de la ventana dos furgonetas negras estacionando atropelladamente delante de su casa. No entendía cómo sabían que el maletín estaba en su poder. Intentó mantener la cabeza fría para no sucumbir ante un desasosiego que empezaba a invadir su estado de ánimo. Calculó que en uno o dos minutos esos tíos entrarían en su casa y le matarían. Debía actuar rápido: se dirigió hacia el techo, subió a una silla, deslizó una placa, recuperó el maletín, lo puso en la mesa, lo abrió e inspiró aire por la nariz. Se quedó observando los botellines mientras escuchaba cómo el estruendo que provocaban los agentes al subir las escaleras se distinguía con mayor claridad. No podía perder tiempo. Tomar el contenido del botellín que proporcionaba la invisibilidad era la única salida para salvar su vida y la fórmula, aunque era consciente de que esa decisión resultaba demasiado arriesgada porque, como relataba Karel en su carta, los efectos del brebaje no habían sido testados y eso podría acarrear consecuencias impredecibles para su salud. Pero Fred confiaba ciegamente en Karel, como siempre había hecho. Así que tomó aire otra vez, quitó el tapón, se puso el botellín en la boca e ingirió su contenido pastoso sin pestañear. Mientras el brebaje se abría paso con pesadez a través de su esófago intentó atribuirle algún sabor que pudiera reconocer. Intuyó cierto gustillo a metal y a sal, y tuvo la impresión de que, a medida que movía la lengua, ésta le pesaba cada vez más. Entonces, aquella solución fangosa, casi sólida, al caer en el estómago, le produjo unos ardores desagradables acompañados de un leve aunque continuo ahogamiento.

         De improviso, le fallaron las piernas y se quedó de rodillas para echarse finalmente al suelo en posición fetal, retorciéndose y apretando la barriga todo lo que podía con las manos. Tal era la impresión de despanzurramiento que no pudo advertir la presencia de los agentes al otro lado de la puerta.

         Ahora, para sorpresa de Fred, los terribles temblores que sufría dieron paso a un cosquilleo agradable por todo el cuerpo y, aunque eso le calmó y pudo recuperar la respiración habitual, no pudo evitar sobresaltarse cuando los agentes iniciaron una ráfaga de porrazos contundentes que hicieron saltar la puerta por los aires.

         Ante tal amenaza, Fred, como no podía andar, se arrastró hacia la ventana, levantó una mano y la puso a contraluz para cerciorarse de que la invisibilidad se materializaba, pero la fuerte luz del sol que le atravesaba las puntas de sus dedos fue desapareciendo progresivamente hasta alcanzar una textura densa y opaca. Los fotones de los que tanto había hablado Karel eran incapaces de traspasarlo.

         Cuando los agentes entraron y encontraron a Fred echado en el suelo, descompuesto y mirándose las manos, uno de ellos exclamó:

        -¡Estamos de suerte! Coged el botellín de la invisibilidad, muchachos... ¡Este imbécil se ha equivocado de frasco!


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