EL TESORO POSTERGADO
Por Luis Ignacio Muñoz
Enviado el 27/04/2018, clasificado en Varios / otros
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Desde cuando supo que cerca de la mata de espino asustaban, Bernardo nunca volvió a pasar tranquilo. El temor a que se le apareciera la figura de un religioso muy alto de sotana y otras veces una luz que daba vueltas en torno del arbusto hizo que se desviara de camino y cuando lo cogía la noche tomando prefería pasar bien borracho porque así se le espantaba el temor. La riqueza que estaba escondida en aquel sitio de seguro era plata buena, es decir no traía ninguna maldición encontrársela; decían los vecinos porque persistía la presencia de la luz. Pero no se le aparecía a todos y en realidad los asustados en noches de luna eran muy pocos. Sin embargo, aseguraban que en otros tiempos, cerca de la mata existía una casa de adobe y paja que ya nadie recordaba pero los más antiguos decían que una mula cargada con bultos de plata llegaba de vez en cuando al patio y se detenía. Oían descargar los bultos y la mula volvía a alejarse por el potrero.
Muchas veces Bernardo regresaba a la casa antes de las seis de la tarde y aunque le gustaba tomar chicha en san Carlos y en El Resbalón prefería no demorarse y llevarla más bien para tomar en la tranquilidad de la noche con algún vecino. De su miedo a los espantos, decían los conocidos que se debía a algún susto que él nunca quiso contarle a nadie, pero esto venía de cuando era niño y las historias que escuchó de sus mayores lo hacían aferrarse a sus padres antes de dormirse. Desde entonces no lo abandonaba su temor a la oscuridad y a la noche.
El caso es que Bernardo creció y fue de las personas que se dedicó a cuidar una parcela que heredó y podía tener allí pastando una docena de ovejas, veinte gallinas y una huerta que le proporcionaba lo necesario para tener tres comidas al día. Por eso nunca necesitó salir a trabajar a las haciendas ni ser arriero ni depender de un jornal.
Por los días que empezó a correr de boca en boca el chisme de la aparición repetidas veces de la luz, se oyó hablar de riquezas enterradas en el espino listas para ser encontradas por alguien. Esto a Bernardo si le llamaba la atención y cada vez que alguien hacía referencia se lamentaba de su cobardía y se callaba porque nadie debía saberlo.
Un día pensó que si su situación de pequeño granjero no era tan mala, podría ser mejor si conseguía enguacarse una de esas noches. Nunca había oído decir que quien se encontraba este tipo de cosas volvía a ser pobre. Y las ganas de poder comprarse las parcelas aledañas a su vivienda lo pusieron a pensar en la manera de irse a buscarla una noche. Al principio quiso hacerlo con un amigo pero la desconfianza de encontrar algo y no poder compartirlo sino más bien resultar robado lo hizo optar por otra salida más conveniente.
Lo pensó varios días y por fin tomó la determinación. Se trataba de encontrar la forma de dominar ese temor enfermizo que le ponía a diario tantos obstáculos. La solución apareció después de muchos ratos de darle vueltas a la misma idea. Se trataba de irse hasta El Triunfo, otra de las tiendas que estaba cerca del caserío y tomarse unas chicas hasta que ya se sintiera bien borracho y el alcohol le espantara el miedo. Así lo hizo una semana después apremiado por la desconfianza de que alguien se le adelantara y lo dejara sin el collar y sin el perro.
Se fue una tarde a eso de las cinco tan pronto terminó de dejar las chivas y las gallinas encorraladas y listas para el sueño. Bebió al principio solo y después en compañía de dos de los trabajadores de las haciendas que permanecieron hasta las ocho, dijeron que debían madrugar, le dieron las gracias y se alejaron en sus bicicletas por la carretera empedrada rumbo a Cogua. Esperó otra larga hora en que se quedó solo bebiendo silencioso ya más tranquilo, confirmando así que otras cervezas le acabarían de alejar todo temor. La dueña de la tienda que no había hablado con él sino de las lluvias y el invierno y él le había respondido que prefería que lloviera pero no mucho, que hiciera sol pero que no resecara la tierra, le preguntó por fin después de dudarlo un rato:
--Oiga, Bernardo ¿y es rareza que esté a estas horas por aquí?
--Se me ocurrió hoy, pero veo que no llegaron muchos amigos como yo esperaba.
---Es que hoy es jueves hasta ahora. Hubiera venido sábado o domingo se los encuentra.
--Voy a tener en cuenta su consejo y vengo la otra semana.
Eran las diez cuando Bernardo se despidió de la tendera y se fue por la carretera con cierta torpeza al caminar. De todas maneras, iba tranquilo como ninguna vez se había sentido hasta entonces. La noche estaba iluminada por la luna mientras un viento frio sacudía las ramas de los viejos eucaliptos que bordeaban la vía hasta llegar a la entrada del caserío. Antes de llegar desvió por uno de los potreros y se acercó a la orilla de la quebrada donde estaba la mata de espino con sus ramas oscuras y agachadas en las puntas.
En efecto, la luz de color amarillo rojizo con un fuerte brillo apareció de un momento a otro dando vueltas alrededor del espino. A unos cinco metros se detuvo Bernardo. Ya no pudo seguir adelante por más tragos en la cabeza. Algo helado le empezó a correr pierna arriba y lo hizo sentir que se quedaba quieto con un enorme peso en cada extremidad que no le permitía moverse. La respiración se le empezó a agitar y por momentos creyó que se le iban a atragantar las palabras. Sin embargo algo que le salía de muy adentro como un vomito indomable le hizo recordar las palabras adecuadas para decirle con cierto temblor en la voz:
--Parte de Dios parte del Diablo ¿qué necesita, qué hace?
Y una calavera humana que apareció en medio del círculo que formaba la luz le respondió:
--Aquí cuidando un tesoro para alguien que no ha nacido.
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