No llevaba ni tres horas dormido cuando sentí otra vez esa sensación angustiosa, era el silencio,
el silencio más absoluto, la nada. Abrí los ojos con dificultad. Por la pequeña obertura de la
ventana entraba un poco de luz. Tenía mucha sed, antes de dormir siempre subo conmigo una
botella de agua y un vaso, pero esa noche se me olvidó por completo. Tanteando el suelo frío con
los pies, acerté a alcanzar mis zapatillas. Hacía días que la casa no se abría y por lo tanto no se
habia podido limpiar. Odiaba tener que chafar algún insecto muerto y notar su crujido bajo mis
pies. Por suerte me libré, y bajé las escaleras con cuidado de no caerme o tropezar con algo. Al
ser una casa aislada no había luz eléctrica y en su lugar, había en el exterior una caseta con un
equipo electrógeno que se apagaba al anochecer. Ya en la cocina con el vaso de agua, a través
de la ventana, vi otra vez aquella figura extraña, una especie de forma sin niguna apariencia en
concreto, una sombra que se tambaleaba entre los arbustos. En ocasiones parecía avanzar tan
rápido que pensaba que se colaría por cualquier agujero de la casa. En esos momentos me
quedaba paralizado, incapaz de reproducir ningún sonido, incapaz de reaccionar, como si el alma
se hubiera esfumado y solo quedase el cuerpo inerte, como la carcasa de un pobre bicho. Con el
tiempo me di cuenta que esa sombra también era consciente de mi presencia, mi miedo también
era el suyo, mi oscuridad también era la suya, aprendimos a vivir juntos con la única luz de la
luna. Yo dentro, ella fuera, siempre en ese preciso instante, cuando todos nuestros miedos hacen
su fiesta particular inundando pensamientos, proyectos y sueños. Deshaciendo el camino
recorrido, me quité las zapatillas, me deslicé entre las sábanas, y me sumergí en un dulce sueño.
Mañana será otro día.
Mares
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