Mis amigos, mis familiares y yo avanzábamos llenos de pesar y tristeza detrás del féretro por el camino de tierra que conducía al lugar del entierro. El trayecto a lo largo del cementerio se hizo triste y doloroso. La oscuridad del cielo nublado de la tarde se mezclaba con el blanco del mármol de las lápidas y el gris de la piedra de las tumbas conformando una paleta cromática deprimente que sólo se rompía por el colorido de los ramos de flores.
Cuando vi el ataúd descender hasta el fondo de la oscura y fría fosa donde reposaría hasta el fin de los tiempos, sentí que mi cuerpo se desvanecía pero mi fuerza de voluntad me ayudó a permanecer firme y no caer de bruces dentro del agujero.
Una vez cubierto por la tierra las personas que asistieron al sepelio se retiraron del lugar en pequeños grupos o en solitario. Yo decidí permanecer un rato más en el lugar incapaz de alejarme de allí.
A medida que moría la tarde y las sombras de las cruces se alargaban fue extendiéndose por el suelo del camposanto una densa niebla creando un paisaje fantasmagórico. Algo en mi interior me decía que debía marcharme de allí lo más pronto posible pero mi cuerpo se resistía a alejarse.
Después de contemplar por última vez la lápida de mármol que tenía grabado mi nombre. Me alejé transportado por la suave brisa que comenzaba a soplar lleno de tristeza mientras me desvanecía dejando atrás mi cuerpo sin vida y sin alma.
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