UNA EXTRAÑA JUGADA DEL DESTINO

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 Al principio ninguno se dio cuenta de nada, tal vez porque el momento inicial fue demasiado incierto; quizá porque todo llegó poco a poco y muchos como yo sólo percibimos el transcurrir lento de las horas. Se hacían tan largas que parecían los minutos eternos. Más y más despacio pasaba el día. Para mí, esto llegó a parecer normal, pues cada minuto que quedaba atrás me acercaba a mi primera cita con Daisy. Desde hace un año me hice a la idea que cuando un enamorado espera es más misterioso el tiempo como si los minutos se disolviera, por eso traté de no preocuparme. El resto del día pasaría, iba a llegar la hora de la cita por eso me recosté en una silla dormitar mientras escuchaba la música de la radio.

 No recuerdo en qué instante me dormí, tampoco lo sabré, tampoco sabré cuánto duró el sueño. Me levanté de inmediato, me acerqué al reloj de la pared y me fijé en la hora. Por un momento llegó a ponerme nervioso que me hubiese dormido demasiado. Eran las 4:50. La música de la radio había cesado y estaban dando una información extra: se hablaba de un suceso bastante raro, catastrófico si se quiere, que sin embargo no causó una tragedia tan presentida, estudiada y discutida. Decían que la tierra acababa de sobrevivir pero ahora venían momentos de la más extraña incertidumbre. El mundo entero estaba con la boca abierta. Cambié de emisora, pero fue inevitable, seguían hablando de lo mismo Y preferí apagarlo. Además de no entender nada a mí las noticias me aburren.

 El reloj, de todas maneras me calmó un poco. Respire aliviado. Media hora gastaba arreglándome, veinte minutos de casa al Parque La libertad; me sobraban veinte. Podría darme el lujo de ir despacio, tranquilo y llegar anticipado. Lo más seguro es que a Daisy le gustaría verme sentado en una de las bancas rojas en lugar de mirarme llegar con prisa y retraso. Al terminar de vestirme volví a mirar el reloj. Lo observé con asombro al principio, luego con detenimiento. Al fin acabe confundido. Eran las 4:20. Había pasado media hora. Aunque no desconfiaba de la posibilidad de una equivocación, me negaba a creerlo y como las dudas me mortificaban tanto o más que el asombro, salí del cuarto casi a tientas, como si la tormenta de ideas revueltas también me segará la visión. Anduve por el pasillo silencioso, abrí la puerta de la habitación de papá y entré a mirar su reloj que junto a la cabecera ahuyentaba con su tic tac el silencio. Lo miré ansioso, sentí un latigazo estremecedor, eran las 4:19. Traté otra vez de recuperar la serenidad. Pensé en los millones de relojes que hay en el mundo, no es posible que todos estén señalando la misma hora con sus minutos y segundos de un modo exacto. El reloj de la sala y el de la mesita de papá eran un claro ejemplo.

Salí de la habitación a llamar por teléfono a Daisy con algún pretexto. Se me ocurrió preguntarle por el autor de la canción Aquella melodía, haré que no me acuerdo, luego pensé preguntarle ¿En qué año se hizo el rodaje de la película Carros de fuego? Ambos pretextos me justificaban y acabaría diciéndole: Daisy ¿si sabes qué hora es? ¿No te has fijado? y ella me respondería “Claro que me he fijado, faltan 40 minutos para nuestra cita, estaba en la puerta cuando sonó el teléfono, ya iba a salir.”  Antes de llegar al teléfono  me  cohibió  otra duda, cuatro llamadas de media hora cada una el mismo día eran demasiado, no debía exagerar.

 Sin proponerme miré el reloj de pared, me acerqué un poco más para estar completamente seguro de lo que en ese instante, casi anonadado por la incredulidad, la boca abierta, las piernas temblorosas y el pelo erizado, acababa de ver. Y ya casi pegada mi cara al reloj comprobé sin la menor sospecha: 4:14, era cierto, por más que me aventurase a dudarlo, estaba sucediendo: los relojes estaban andando al revés.

Enero de 1990.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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