Ya casi está lista la ceremonia para realizar el fusilamiento. Los seis reos permanecen quietos junto al paredón sin mirarse y sin decir una sola palabra. Cada uno mira al frente con un gesto de dignidad que solo se obtiene cuando este instante previo a la muerte ya es inevitable. La plaza está repleta de gente que ha madrugado a presenciar las ejecuciones y algunos guardias con sus uniformes lustrosos en sus caballos los mantienen alejados. Mientras se alista el pelotón de hombres con sus fusiles aparecen en el escenario el grupo de mujeres que son apartadas a culatazos y simulan desaparecer entre la multitud.
Después de leerse la sentencia por la cual han sido juzgados culpables viene la orden y casi al tiempo disparan los seis ejecutores de la orden mientras cada uno grita consignas en favor de la libertad de la naciente república. La descarga de plomo traspasa las carnes de cada uno de los hombres y se van desplomando sobre el piso empedrado. Cuando ha sonado el último disparo hay unos largos instantes de silencio que nadie precisará nunca. Lo interrumpen las actrices que han empezado a llorar con inusitada angustia. Creen que de verdad las balas de los peninsulares han dado muerte a sus compañeros.
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