Habían pasado dos años desde que lo acariciaron por última vez y ya apenas le quedaba sonrisa en la cara. Si hubiera sido personaje de cuento, Archibaldo bien podría haber cambiado su nombre por el de Garbancito; probablemente igualaría en tamaño a los gnomos de un país de fábula, y de nacer hombre sin duda habría sido fenómeno circense en el espectáculo de los empresarios Barnum y Bailey. Pero Archibaldo sólo era una figura de cera del tamaño de un pulgar, y de un pulgar dentro de la media, por si fuera poco.
Cuatro generaciones de Rivera habían desfilado ante el vajillero desde el que Archibaldo veía pasar la vida. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde procedía, a quién perteneció o, lo más llamativo, qué representaba, pues las elevadas temperaturas del estío soportadas en tan longeva vida habían dejado su impronta en la figurilla, derritiendo sus facciones hasta lo irreconocible, la sonrisa convertida en una mueca desganada. ¿Era un duende de larga barba o la efigie de un santo? ¿Sería una escoba aquello que sostenía? Entonces, sin duda, tenían que vérselas ante San Martín de Porres pero… ¿Acaso no se asemejaba un poco al Moisés de Miguel Ángel? A la familia poco le importaba estas cuestiones, limitándose a quitarle el polvo que su cuerpo de cera no había absorbido los días que tocaba zafarrancho de limpieza. Sólo la bisabuela Ofelia mostró hacia Archibaldo alguna atención que podía calificarse de afectuosa, pero hacía ya dos años que la anciana residía en aquel rincón del cielo reservado para las viejecitas cariñosas, artríticas y arrugadas como uvas pasas.
Un buen día –todas estas historias tienen un día así, ¿verdad?–, la pequeña Ángela, en un despiste de la abuela María, abrió con sigilo la puerta acristalada del mueble vajillero para coger con sus cálidas manos la pequeña figura de cera. Sentada en el balcón de la casa, perfumada por el intenso olor a azahar que el calor de la primavera arrancaba a los naranjos que daban sombra en la calle, la pequeña inventó para Archibaldo toda clase de emocionantes historias, transmutando la anodina figurilla en cazadora de unicornios, zombi esclavo de sus instintos primarios y superhéroe que luchaba contra el mal al grito de «¡Tenorio en el aire!». De tal forma se metió en el juego que no fue consciente de la presencia de su abuela hasta que sólo pudo esconder a Archibaldo entre sus manos entrelazadas.
–¿Qué ocultas, Angelita?
–Nada, abu...
–Venga. Enséñame las manos.
No fue necesario que la abuela añadiera nada más –¿cuándo lo es? –, pero para sorpresa de ambas, entre los dedos temblorosos de la pequeña nada quedaba de Archibaldo; sólo una masa tibia, viscosa y amarillenta recordaba a la figurilla.
–Estaba triste –fue lo único que pudo alegar la pequeña en su defensa antes de romper a llorar, y lo hizo con tal desconsuelo que ni la batería especial de besos y caricias de la abuela pudo con él. «No pasa nada, cariño –la intentaba calmar–, no estoy enfadada».
–Además, debe habérselo pasado muy bien contigo.
Razón no le faltaba a la anciana pues una muesca en forma de media luna parecía sonreírles desde la masa de cera que había sido Archibaldo. «¿Queréis volver a jugar?», propuso la abuela para entusiasmo de la pequeña, y con un cazo muy usado calentado a fuego lento y un molde para plastilina, Archibaldo tomó la forma de un niño con el que Ángela jugó y jugó y jugó, desgastándose poquito a poco con cada nueva aventura hasta que sólo quedó de él una gota dorada de pura felicidad.
B.A.: 2.018
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