Los hechos, andanzas, aventuras, orígenes de motes o simplemente chismes, magnificados, elevados a la categoría de leyenda en muchos de los casos por quienes se encargan de trasmitirlos oralmente, acaban haciéndose un hueco para siempre en el imaginario de los pueblos. Y adquieren la categoría de mito. Suelen traerse cuando el calor de un buen vino los refresca y hace a los hombres desinhibirse; o cuando la oscuridad se hace cómplice del verbo en una reunión al relente de una noche tibia de este verano que no se va. La mujer que los escucha, en ocasiones, suele bajar la mirada esbozando una sonrisa, acompañando al gesto con un asentimiento leve pero suficientemente fedatario.
Así es como tío Antonio Chirimías, de hablares contundentes pero preñados de gracejo, trae a la improvisada reunión de la noche, cuando las agujas de punto dejan de moverse y ocupan su sitio en el cesto de la labor, la historia de David Cascales, veterinario para más señas, cuya presencia en el pueblo, aunque fugaz, dejó una leyenda que pasaría al acervo de aquellos contornos.
Y el cuento es como sigue.
Estaban mediados los ochenta. David Cascales, veterinario procedente de Santa Marta de Tormes, había llegado al pueblo para librar a las cabras de la comarca de una epidemia de brucelosis. La semana y pico que estuvo en Aldehuela le sirvió para entablar amistad con los que frecuentaban la tasca del Chispa, pues era Cascales hombre gustoso del palique y la charla llana y distendida.
Tío Antonio Chirimías lo describe como un hombre muy recortadito, chaparro; rechoncho, de rostro blancuzco, pero flanqueado por dos mofletes enrojecidos perennemente quizá por su afición al vino; pelo y cejas canosas; gordezuelas las manos de la profesión de sanar bestias; afable y cordial de trato, cercano, servicial, amigo.
Recuerda Chirimías que aquel día era sábado. El último día de Cascales en el pueblo después de acabar con la maldita epidemia que había mermado muchas cabezas de ganado. Estaba en el chispa celebrando el fin de esa guerra contra el virus y también su despedida de aquellas gentes que ahora eran sus amigos. David estaba henchido de gozo y de vino. Cascorro, Ramón Cohete, Román el lisenciao, Chirimías y varios más trataban de agradecerle a David su trabajo. Corrieron de la mano la risa y el vino como casi siempre, y después vinieron los cumplimientos y los abrazos. Era mediodía y no faltaron raciones y tapas.
Chirimías, que está en el caldo y en las presas, dirige su mirada a la televisión y repara en unos dibujos animados: un personaje pequeñito, canoso, de rostro y trato afable, con mofletes, montado en un zorro, acaba de rescatar unas liebres atrapadas en una cerca de alambre. Curiosamente también es veterinario, como Cascales, y también se llama David, como Cascales. David el Gnomo.
El vino hace su efecto y llena las vejigas. Las vejigas hay que aliviarlas para seguir llenándolas. A eso van David y tío Antonio, a hacer hueco para que no pare la farra. Se meten en el baño al alimón; David Cascales le cede el váter a Chirimías mientras el utiliza el urinario. Hay contacto visual entre los dos mientras “chorrinan”. Parlotean ambos entre risas. En ese momento, tío Antonio, más por azar que por interés, cruza su mirada con el instrumento con el que ha dotado el Creador a Cascales para mear o para lo que dé la gana. No puede disimular su asombro ante el tamaño. David lo sacude antes de envainarlo ante la admiración de Chirimías por aquel prodigio natural a la altura de muy pocos(afortunadamente para él a una altura poco amenazadora).
Así y sólo así fue como el veterinario David Cascales pasó a formar parte de los anales del pueblo con el mote de David el Lomo.
Y al terminar de contar la historia Chirimías pide a la Biencompuesta, que está colorada de risa como él, un pañuelo moquero para enjugar sus lágrimas.
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Los hechos, andanzas, aventuras, orígenes de motes o simplemente chismes, magnificados, elevados a la categoría de leyenda en muchos de los casos por quienes se encargan de trasmitirlos oralmente, acaban haciéndose un hueco para siempre en el imaginario de los pueblos. Y adquieren la categoría de mito. Suelen traerse cuando el calor de un buen vino los refresca y hace a los hombres desinhibirse; o cuando la oscuridad se hace cómplice del verbo en una reunión al relente de una noche tibia de este verano que no se va. La mujer que los escucha, en ocasiones, suele bajar la mirada esbozando una sonrisa, acompañando al gesto con un asentimiento leve pero suficientemente fedatario.
Así es como tío Antonio Chirimías, de hablares contundentes pero preñados de gracejo, trae a la improvisada reunión de la noche, cuando las agujas de punto dejan de moverse y ocupan su sitio en el cesto de la labor, la historia de David Cascales, veterinario para más señas, cuya presencia en el pueblo, aunque fugaz, dejó una leyenda que pasaría al acervo de aquellos contornos.
Y el cuento es como sigue.
Estaban mediados los ochenta. David Cascales, veterinario procedente de Santa Marta de Tormes, había llegado al pueblo para librar a las cabras de la comarca de una epidemia de brucelosis. La semana y pico que estuvo en Aldehuela le sirvió para entablar amistad con los que frecuentaban la tasca del Chispa, pues era Cascales hombre gustoso del palique y la charla llana y distendida.
Tío Antonio Chirimías lo describe como un hombre muy recortadito, chaparro; rechoncho, de rostro blancuzco, pero flanqueado por dos mofletes enrojecidos perennemente quizá por su afición al vino; pelo y cejas canosas; gordezuelas las manos de la profesión de sanar bestias; afable y cordial de trato, cercano, servicial, amigo.
Recuerda Chirimías que aquel día era sábado. El último día de Cascales en el pueblo después de acabar con la maldita epidemia que había mermado muchas cabezas de ganado. Estaba en el chispa celebrando el fin de esa guerra contra el virus y también su despedida de aquellas gentes que ahora eran sus amigos. David estaba henchido de gozo y de vino. Cascorro, Ramón Cohete, Román el lisenciao, Chirimías y varios más trataban de agradecerle a David su trabajo. Corrieron de la mano la risa y el vino como casi siempre, y después vinieron los cumplimientos y los abrazos. Era mediodía y no faltaron raciones y tapas.
Chirimías, que está en el caldo y en las presas, dirige su mirada a la televisión y repara en unos dibujos animados: un personaje pequeñito, canoso, de rostro y trato afable, con mofletes, montado en un zorro, acaba de rescatar unas liebres atrapadas en una cerca de alambre. Curiosamente también es veterinario, como Cascales, y también se llama David, como Cascales. David el Gnomo.
El vino hace su efecto y llena las vejigas. Las vejigas hay que aliviarlas para seguir llenándolas. A eso van David y tío Antonio, a hacer hueco para que no pare la farra. Se meten en el baño al alimón; David Cascales le cede el váter a Chirimías mientras el utiliza el urinario. Hay contacto visual entre los dos mientras “chorrinan”. Parlotean ambos entre risas. En ese momento, tío Antonio, más por azar que por interés, cruza su mirada con el instrumento con el que ha dotado el Creador a Cascales para mear o para lo que dé la gana. No puede disimular su asombro ante el tamaño. David lo sacude antes de envainarlo ante la admiración de Chirimías por aquel prodigio natural a la altura de muy pocos(afortunadamente para él a una altura poco amenazadora).
Así y sólo así fue como el veterinario David Cascales pasó a formar parte de los anales del pueblo con el mote de David el Lomo.
Y al terminar de contar la historia Chirimías pide a la Biencompuesta, que está colorada de risa como él, un pañuelo moquero para enjugar sus lágrimas.
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