Los cuatro jinetes del Apocalipsis

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No es fácil ver a Chirimías absortarse en recuerdos dolorosos. Sin embargo, en ocasiones, en la soledad de la salita en una tarde de invierno, al calor del picón que crepita en el brasero, con el sonido único y acompasado del péndulo del viejo reloj, fluyen por su mente escenas fugaces de otros tiempos. A veces a Chirimías le gustaría no tener memoria. Él, que es hijo de una guerra cainita. Él, que creció en una época de represalias y odios mutuos. Él, que vivió su mocedad entre carencias y escaseces. Él, que aprendió de la vida sin libros en los que estudiar. Él, que se hizo a sí mismo dejando atrás el miedo y los complejos. Y la vida lo puso en su sitio.

Se recuerda a sí mismo rodeado del frío de las privaciones materiales pero colmado de calor humano. Poco había para comer. Poco tenían muchos, demasiados tenían poco.
Aunque sus padres apenas conocen las letras— el saber poco alimenta— le viene la evocación de las tapas añejas del único libro que había en su casa: Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez. Recuerda el momento en el que lo cogió furtivamente y lo puso a buen recaudo dentro del pantaloncillo corto, disimulado por el abrigo. Iba a enseñárselo a Don Práxedes. Sólo él tendría un explicación a aquel grabado tétrico, casi onírico, con esos hombres tan extraños a lomos de caballos que galopan sobre cuerpos desnudos que se retuercen, incluso aparecen niños muertos.

Don Práxedes es un maestro veterano, pacífico, republicano, docente por vocación. Tiene un poblado bigote y tonsura de monje joven. Largas manos que siempre abre en señal de concordia. Ahora está sentado en el umbral de la escuela, al tibio sol de la tarde, rodeado de niños que no alcanzan los diez años. Examina la portada y habla con voz pausada y amena:
—El más alejado de los jinetes, el que avanza con su arco, es la Conquista, la Palabra de Dios, la Verdad, que se abrirá paso entre la bruma de las cosas de los hombres y se extenderá por este y otros mundos.
El de la espada, el que monta un caballo rojo como el fuego, es el jinete de la Guerra, de todas las guerras. Todas, hijos, todas son entre hermanos.
Y el caballo negro, ha traído en su galope al Hambre, que trae la balanza encargada de medir los alimentos.
Los niños asisten a la explicación con los ojos muy abiertos.
Y este otro, el que viene montado a lomos del caballo pálido, este que es un esqueleto...
—¡Ése es la Muerte, Don Práxedes!
—Así es Antonio. Asiente el maestro con una sonrisa complaciente. Todos, los cuatro, son hermanos y viajan juntos desde el inicio de los tiempos.
—Don Práxedes, y ahora que ya pasó el jinete de la Guerra, ¿por eso le acompañó su hermano el Hambre?.
Claro.
—Pero, ¿y la Esperanza, la palabra de Dios? ¿dónde está?
Hace una pausa el maestro y después mira a los ojos de todos los niños. Mesa el pelo de Marcialillo.
—Vuestra obligación, niños, vuestro único deber, es que solo venga a visitarnos el último jinete, y que cuando venga, nos sorprenda en paz y tranquilos con nosotros mismos.
Confiad, creed en vosotros, en la gente. Haced de este mundo otro mejor. Ése es vuestro cometido.
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Don Modesto, un curita joven, es algo sobón y amanerado pero cariñoso y entregado a sus fieles. Barbilampiño y calvo incipiente. Gafitas de seminarista y manos como el sarmiento. Abre el libro y se dirige a la concurrencia desde el púlpito:
“Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: – Estamos en un despoblado y es muy tarde, despedid a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús les replicó: – No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le dijeron: – No tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: -Traédemelos. Mandó a la gente que se recostara en la hierba, y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, que se los repartieron… Comieron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”.
Antonito mira a su alrededor después de escuchar las palabras del cura. Solo ve rostros enjutos, cuerpos magros. El jinete del Hambre correteando a lomos de su caballo por las naves de la iglesia. Acompañado de los demás niños, cuando salen de misa consigue cinco chuscos de pan. A continuación, van al arroyuelo y pescan con una redecilla un par de alevines de carpa.
En un cancho cercano los niños rezan y rezan con los ojos entrecerrados delante de los bienes para que se obre el milagro. Pronto todos tendrán comida suficiente para ellos y para los demás. Los pececillos coletean en sus estertores y poco después dejan de moverse. El tiempo pasa y poco a poco los niños van perdiendo la paciencia. Abandonan el lugar uno a uno desesperanzados.. Sólo Antonio resiste hasta que la luz del día acaba perdiéndose por los cerros. Llora su suerte con impotencia.

Desconsolado, corre sin parar hasta casa del maestro. Toca su puerta con golpes violentos sin dejar de sollozar. El maestro abre sorprendido.

—Don Práxedes, nos mintió. No existe la Verdad, ni la Palabra de Dios. ¡Nos ha mentido! ¡No hay milagros!
Y Don Práxedes, que ha acurrucado al niño muy cerca de su cuerpo, responde:
—Antoñito, nunca esperes de Dios los milagros que han de venir de los hombres.


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