En la penumbra de la iglesia, apenas alumbrada por la trémula luz de los cirios que se le ponen a los santos, dos siluetas femeninas se proyectan, hincadas de rodillas, sobre al altar mayor. Es viernes de Dolores. La imagen presidente del Cristo Crucificado sobrecoge. Rezan las mujeres con fe.
Una:— Cristo Bendito, por favor te pido que no siga lloviendo. Vivimos de lo que nos dejan estos días festivos y si llueve no podremos sacar las sillas a la terraza del bar.
Otra:— Cristo Santo, te pido por lo que más quieras que no cesen las aguas, que mi Martín está de muy buen humor por la cosecha que se espera.
Ambas se santiguan al unísono.
"No me llamaron
para ser dios,
tan solo humano.
Nunca el gusto de todos
hace a la parroquia fiel.
Y en verdad os digo
tiene que llover a cántaros,
empapar lo árido desde dentro
hasta ser vida de nuevo."
Y el Cristo se queda allí, esperando más mujeres, impertérrito, en el claroscuro del templo.
Bastante tiene él con su Cruz.
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