Las cucharillas

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Los cubiertos eran rigurosamente inventariados al final de cada comida. Sin embargo, no le fue difícil conseguir la cucharilla en el intrincado mercado negro del grandísimo centro pentenciario.

 

Ernesto Estévez era un preso normal; más que normal, camaleónicamente normal. Se mimetizaba a la perfección con las paredes, las mesas, las mantas, los productos del supermercado… No destacaba por nada, se portaba bien; pero no excesivamente bien, simplemente bien. Nunca se le echaba en falta en ninguna parte. Era el perfecto escaqueado, por naturaleza. No le costaba ningún esfuerzo.

 

Nadie pensaría que tendría intenciones de fugarse; ni lo contrario. Nadie pensaría que no tendría ninguna intención de hacerlo.

 

Su celda estaba al final de un corredor poco transitado… y se le ocurrió la idea. Intentaría la fuga. Tranquilamente, sin nervios ni prisas; lo intentaría.

 

Había visto en alguna película que una cucharilla era válida como medio de excavación. Era lento, lentísimo; pero ¿qué prisa tenía?

 

Al fondo de la celda había un mueble, donde él guardaba sus escasas pertenencias. Encajaba perfectamente en la pared y cubría una importante superficie de ella. Por allí comenzaría la excavación.

 

Sabía que la pared daba a los muros exteriores de la prisión. Podría tratarse de más de un metro de muro y estaba en un segundo piso. Iba a necesitar la complicidad de otros presos, pero eso ya lo planificaría más tarde. De momento se iba a limitar a excavar; con paciencia, sin ruido, muy poco a poco…

 

Y comenzó a excavar. Cada noche, retiraba, con sumo cuidado, el mueble y, metódicamente, avanzaba con la cucharilla. Tras una o dos horas de trabajo, recogía las pequeñas cantidades de materiales excavados, las guardaba en unos hatillos, colocaba el mueble en su lugar y se dormía placidamente. Durante el día, depositaba los residuos en algunos de los contenedores o montones de residuos, esparcidos por toda la prisión.

 

Pasó una semana, un mes, varios meses… Ya podía introducir su cuerpo hasta el tórax en el agujero practicado; y el trabajo seguía y seguía.

 

Y seguía y seguía. Y él estaba tranquilo. “Si me pillan, que me pillen; veinte años son muchos; unos pocos arriba o abajo…”.

 

Una noche le pareció, ¿era posible?, que alguien excavaba justo en dirección contraria a la suya. Oía un ruido idéntico al que él hacía, y parecía que el ruido se acercaba. ¿alguien excavaba hacia el interior de la celda? “Debe de ser un efecto del cansancio”- se dijo. Y siguió.

 

Cada noche oía más cercana la excavación inversa. “¿Excavación inversa? ¿me estoy volviendo loco? “.

 

Pero cada día era más evidente, y una noche…

 

Su cucharilla chocó con otra cucharilla exactamente igual. Al principio, los dos pequeños utensilios quedaron inmóviles. Unos segundos, quizá un minuto… Luego las dos cucharillas empezaron a agrandar el agujero de conexión. Con idénticos movimientos, a la misma velocidad, al mismo ritmo.

 

Se abrió un boquete de la extensión de su cara… y, al otro lado, vio su propio rostro, ¡la cara aterrada de Ernesto Estévez!; y detrás de ella, con dificultad, vio su propia celda. Al fondo estaban los barrotes de entrada a la celda; y allí estaba el guardia nocturno observando el meritorio resultado de la excavación.

 


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