En la isla Gauaraisa, cerca de los dominios portugueses en África oriental, las mujeres de la tribu Kima despedían a sus esposos pescadores antes que estos partieran mar adentro en una gran barcaza, el primer día de la temporada de pesca. Como era costumbre desde hacía siglos, estas mujeres cumplían con el rito en honor de Xindá, la diosa del mar y de los ríos, de los peces y la pesca, y sobre todo, la diosa de la Vida. Ella regía sobre las mareas, las olas, los cardúmenes así como también sobre los embarazos y los partos. Ella cuidaba celosamente de sus dominios y era muy orgullosa y exigente: los ritos en su honor debían ser estrictamente llevados a cabo.
Mi madre, casi tan orgullosa como Xindá, antes de despedir a mi padre, llenó una vasija en un manantial cerca de la playa que vertía sus aguas directamente en el mar. Mientras lo hacía dijo en voz alta y clara “mi señora Xindá, este agua de tu manantial no llenará tu mar hasta que mi esposo regrese sano de la pesca de este verano”, y luego tapó la vasija con unos lienzos embebidos en miel para que no evaporara. Después cumplió el rito con las otras mujeres y juntas vieron partir la barcaza. Por cosas del destino, sobre el que actuaron Xindá y Jitamba, lo único que regresó de la barcaza fueron unas cuantas maderas rotas enredadas en una sogas enmarañadas y deshilachadas. Jitamba así lo había dispuesto: ella era la diosa del cielo, las tormentas, y también de las pestes, epidemias y principalmente de la Muerte. Por las historias de los ancianos supe que Jitamba estaba enamorada de Xindá, y por eso la complacía en todos sus caprichos. Después de tantos años me atrevo a creer que Xindá le pidió a su enamorada que hundiera a los pescadores para darle una lección a mi madre por haber tomado de su propiedad algo a lo que no tenía derecho, pero sólo es una conjetura. Jitamba obedeció, provocando dolor en la isla y furia en mi madre. Ella, dispuesta a cumplir con su advertencia, salió de nuestra cabaña durante la noche y, ocultándose debajo las palmeras para que Jitamba no la vea, enterró la vasija en un profundo pozo en la arena. Xindá, cada vez más enojada y ofendida, exigía a mi madre que devolviera el contenido de la vasija al mar ya que no le pertenecía, dado que no había sido utilizada para nada más que para desafiar a la diosa. Y para eso utilizó y se aprovechó de la devoción de Jitamba. Así, instigada por Xindá, la muerte comenzó a hacerse presente en la isla: tormentas que duraban días y pudrieron las frutas que iban a ser recogidas. Luego la mortandad de peces que, junto a la pérdida de las frutas, no causó más que miedo e ira entre los habitantes de la isla. Éstos le rogaban a mi madre que volcara la vasija en el mar, y ella se negaba a sus ruegos, indignada con Xindá por haberle arrebatado a mi padre. La diosa, completamente enfurecida, le ordenó a Jitamba que le diera un aviso final a mi madre y la muerte así lo hizo: si no se devolvía el agua al mar, llegarían fatales calamidades. Y no sólo eso. Como tortura final mi Madre no podía beber agua de ninguna vertiente de la isla, porque para ella sería veneno. El primer día fue tranquilo, los siguientes comenzó la desesperación. Mi madre exprimía las hojas de los árboles y trataba de recolectar rocío para conseguir algo de líquido para beber. El tercer día empezó el desastre. Se inició un largo “ beso de Jitamba”, es decir, una lluvia torrencial, gruesa, fría, llamada así porque es el único momento en el que cielo y mar tienen contacto físico.
Oí salir a mi madre pero cuando me asomé afuera ya no podía verla entre la lluvia. Lo que sí pude ver era la inundación terrible, imparable que arreciaba a la isla. Lo que habían sido los altos médanos eran arenas golpeadas por las olas cada vez más altas. Con lo puesto corrí hacia la parte alta de la isla y a mis espaldas la inundación arrastraba cabañas y familias. Cuando llegué a la parte más alta, me trepe a una palmera. Desde allí logré ver a mi madre que había desenterrado la vasija. Pero, orgullo mediante, la ví beber toda el agua en vez de volcarla en el mar y terminar con la locura de la diosas. Por efecto de la maldición cayó muerta en la arena. Minutos después su cuerpo era llevado por la creciente. Me aferré a la palmera y desde allí divisé un barco grande, inmenso. Sin dudarlo, nadé hasta alcanzarlo y me subieron. Ese barco me trajo al Brasil, junto con miles más.
Después de tantos años, ya no creo en Xindá ni en Jitamba, sólo recuerdo sus caprichos y su desmedido orgullo, idéntico al de mi madre. En lo único que sí creo es en estas cadenas que son mi única vestimenta. Y si les cuento esto es porque soy un anciano que recuerda el día que perdió a su madre, perdió su fe y perdió su libertad.
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