Una vez más era domingo. Una vez más la buscaba a ella en el fondo de un vaso, que no había sido uno sino varios. Creí verla en ese último trago, pero pedí otro para tener el valor de enfrentarla. Una sombra salió por la puerta y en ella creí verla. Corrí hacia la calle para enterarme que era una pareja grotesca, de piel pálida y risa indecente. Seguí camino, si volvía al bar me pedirían que pague lo bebido. Anduve por las veredas sucias y húmedas, chocando y peleando con las paredes. Doblé en una esquina que no recuerdo y lo encontré. El Dios del mundo estaba allí sentado, dándome la espalda. Me acerqué despacio y en silencio. Frente a él tenía un caldero grande en el que hervía un líquido brillante. A su alrededor se encendían chispas de distintos colores que se elevaban en el aire. El Dios tomaba algunas y las metía en el líquido caliente. A otras las soplaba para que siguieran volando. No hice ruido pero igualmente notó mi presencia. Me llamó a su lado y continuó con su tarea. Le pregunté que hacía. “Las chispas son las almas de las personas, algunas siguen en este mundo y otras deben volver al origen para ser formadas nuevamente” escuché sin que moviera su boca. Y quise conocer que criterio seguía para la selección. “Las de color amarillo, son las almas que han comprendido, que han sabido su propósito y han trabajado al respecto. Esas siguen en el mundo, son necesarias. Las rojas aún no han madurado lo suficiente. Las verdes están descubriendo su camino. Las demás son almas quizás virtuosas, pero frías, sin pasión, sin pecado, sin deseo, conformistas. Son las almas temerosas de mi poder. Esas son derretidas en el brebaje del olvido. Son las almas que no merecen su existencia”.Me despedí curioso de saber de qué color sería mi alma pero con miedo de saberlo. Elegí calles más iluminadas para volver a casa. Una vez más se iba el domingo.
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