"¡YO NO VEO LA TELEVISIÓN!"

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Cuando a principios de los años 60 del siglo pasado la familia de Felipe Gómez que era un

adolescente de catorce años compró la televisión, aquello fue motivo de alegría. No cabía duda

que aquel mágico aparato era tanto como asomarse a la ventana del mundo aunque fuera de

un modo virtual, y en blanco y negro, así como permitía ver el cine desde casa; y sobre todo

los partidos de fútbol los domingos por la tarde repantingado en un sillón tomando una

cerveza.

Por eso cuando llegaba dicho día acudía a la casa de los Gómez una familia que era amiga de

ésta, la cual todavía no había podido adquirir aquel  fascinante  electrodoméstico para no

perderse ningún partido.

Ni qué decir tiene que Felipe Gómez estaba totalmente ilusionado con la llegada de la

televisión, y debido a su joven edad se enamoraba perdidamente de las guapas presentadoras

de los programas que aparecían en la pequeña pantalla.

Sin embargo en la medida que trascurrían los años y Felipe fue desarrollando su juicio crítico

acerca de cuánto acontecía a su alrededor, de un modo gradual se fue decepcionando de los

programas que emitían aquel ente que acaparaba la atención de la mayoría de las familias.

- Verás. La televisión es un gran invento, pero su contenido es malo de solemnidad - le dijo un

día un pariente suyo.

Entonces Felipe se dio cuenta que su pariente tenía razón. Y es que sucedía que los programas

televisivos eran fieles a las leyes del "márketing" copiadas de los medios audiovisuales de 

Norteamérica. Se trataba de un negocio que pretendía servir a una emotividad colectiva por

desagradables que fueran. Pues si la emotividad humana es capaz de crear cosas positivas

como el sutil Arte, o de enamorarse, también tiene su lado oscuro como pueda ser un instinto

morboso y ruín.

En consecuencia los programas de la pequeña pantalla se afanaban en presentar escenas

sádicas, morbosas sea tanto en las Noticias en la sección de sucesos, como en series de

producción propia o foránea; y cuando en estas series pretenden mostrar el aspecto amoroso,

se valen de un ridículo y trasnochado romanticismo, salpicado de un sexo estereotipado en el

que se advierte que es hijo de un modelo cultural que apenas da de sí. Y claro está. Todo ello

con la excusa de una ilimitada "libertad de expresión", puesto que se considera que las buenas

noticias no enganchan y por tanto no son rentables.

En otro orden dentro de la misma onda negativista que alienta la química del rencor, en los

programas llamados " del corazón" se establecían toda suerte de gritos y de improperios entre

los entrevistadores, y los entrevistados; lo cual hacía recordar cuando en el siglo Xll las

comadres del pueblo llano insultaban o agredían física y verbalmente a los nobles de un reino.

Lo curioso del caso es que el éxito de estos programas del maltrecho "corazón" en el que todo

el mundo se acusa de algo no dejaban de ser un reflejo subliminado en la pequeña pantalla de

lo que sucede en el seno de muchas familias por cualquier motivo.

Por otra parte, aunque se diga que el televidente no es tonto y sabe lo que quiere, lo cierto es

que se admite que éste carece de opinión, de criterio propio. Mas esto no es un problema

porque para eso están los políticos sean de un color que sean, los cuales cumpliendo con su

sacrosanta función de oráculos, al igual que los periodistas que salen en las tertulias televisas

y que son afines a un partido u otro, ya se cuidan de adoctrinar - no de hacer pensar-, de

manipular mentalmente al espectador. Por esto mismo Felipe Gómez no daba ningún crédito

a las respuestas que daba el público sobre cualquier cuestión política porque todas estaban

en función de una manera demagógica de una creencia partidista.

Asimismo el  discurso televisivo se enmarca en el desaforado consumismo, que es lo que

manda al género humano. El tono desenfadado, risueño, y bobo que se desprende de la

publicidad que parece que pasa, le quita importancia a cualquier hecho trascendente que

afecte al respetable público, se cuela en el débil ánimo de éste haciendo que se convierta en

un sujeto huero e insubstancial.

Por eso no es de extrañar que en los telediarios se de la ñoña noticia que no tiene ningún

interés, que la mujer de tal mandatario no le da la mano a éste en los actos oficiales.

Pero para Felipe era evidente que por debajo de la enfatización de la noticia insubtancial, así

como de la banal jocosidad que enseña la publicidad se camufla un vacío y una angustia

existencial que no se quiere reconocer.

Por todo ello cuando a Felipe se le preguntaba qué programa le gustaba más de la televisión,

él solía responder: "¡Yo no veo la televisión!"

Dicho de un modo más subjetivo, este divorcio de Felipe con los medios audiovisuales

equivalía a no soportar el ánimo colectivo de la sociedad. Resultaba que individualmente todos

éramos estupendos, pero masivamente no había por donde cogernos. Y otro tanto sucedía a

muchas otras personas que preferían ver buenas series a través de los ordenadores, antes

que ser manipulados por el ente público.

Por tanto, yo al igual que el amigo Felipe recomiendo al amable lector que no se deje subyugar

por el canto de sirenas de las malas vibraciones televisivas, porque su dignidad personal

puede colisionar con los peñascos de la estupidez máxima, y con el mal humor.

Pues por encima de todo el ente públlico es el objeto, y el espectador el sujeto, y nunca al

revés.

 

 

 


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